jueves, 10 de abril de 2008

¿Quién fue Richard Stallman?


Richard Stallman, gurú ideológico del Free Software, padre fundador del software libre GNU/Linux, presidente de la Free Software Foundation e ideólogo del concepto Copyleft
La experiencia te dice siempre lo que tienes que hacer, de la misma forma las primeras impresiones son un resumen, quizás precipitado, de lo que va a acontecer en una relación. Esperar más de medio día a Stallman sin que apareciera fue un claro preámbulo. Que sus primeras palabras fueran “no oigo nada, estoy medio sordo”, las mismas que las segundas y las terceras, daba que pensar o daba la prueba de que no había nada sobre lo que pensar. Si la primera impresión fue la de la ausencia, la segunda la de la sordera, la tercera fue la de la clarividencia. Lo escuché discutir con ferma convicción sobre la implantación del software libre en las escuelas en un restaurante. El profesor de escuela que estaba sentado delante de él dijo ponerse en el papel del diablo para intentar ver mejor por qué no teníamos que usar el sistema operativo de Windows, entonces Stallman le respondió que no simulara ser el diablo, que lo fuera, y que si no lo era, que no lo pretendiera, que si decía la verdad, entonces no se entenderían, que si estaba mitiendo, tampoco. Me impresionó esa claridad que sólo he visto en algunos pasajes de los evangelios, cuando que Jesús se enfrenta a los fariseos, en el Tao, en Simone Weil, en cualquier diario escrito desde el frente bélico o en los aforismos.
Tal como funciona el lenguaje de la programación, Stallman responde a instrucciones concretas: cada situación tiene una forma determinada que pide unas respuestas determinadas. Si interfieren nuevas leyes (nuevos códigos) que desconoce, entonces se ofende y calla, o empieza a hablar rápido y pronunciando una misma frase diez veces seguidas, según la ocasión. Su expresión más recurrente para las cosas es: “eso es tonto”. Una de las primeras exclamaciones negativas que oí de él fue: “esto me pone muy triste, me enoja”. Su terminología es profundamente emocional, infantil, como en los cuentos de hadas, con sus amigos y enemigos, sus buenos y sus malos, pero su manera de estructurar las frases es eminentemente lógica. Aunque a veces un poco simplista, nada de lo que dice es superfluo. Aquella misma tarde le dije de coger un taxi para llegar a casa, él preferió el metro. Cuando estuvimos al pie de mi piso me soltó que tenía que haberle dicho que estaba tan lejos, que teníamos que haber cogido un taxi. Para mí no es lejos, si él aplica su criterio a todo, yo también aplico mi criterio a las distancias, y considero que una cuesta arriba de 200mts de la boca del metro no es lejos. Entonces el hombre se rindió medio muerto y antes de que continuara con su “no puede ser”, cogí todo su equipaje y lo subí los cuatro pisos. Preferí esto a que se muriera. Antes ya me había dejado creyéndome tonta con sus aforismos aleccionadores; un poco a la manera de los maestros budistas, por su rigor, también por lo que me recuerda a la figura del buda, con su panza prominente, su mirada inocente, su risa pícara, y su estar ahí sin necesitar nada y como si lo supiera todo. Después de ver su carro en el supermercado, lleno de gazpacho, fuet, te y patatas fritas de bolsa sólo puedo pensar en su panza prominente. Viéndolo pasear con su chaqueta lila, su paso tranquilo y su aspecto desaliñado el símil se pone del lado de la figura del homeless, pero no lo es: vive en mi casa, le pagan para que hable, a veces mucho.
También, pasadas las horas, pensé que su deseo de vivir en casa de alguien no era la aspiración filantrópica de aquel que quiere saber cómo vive la gente de aquí, ¡he aquí un hombre de mundo!, -pensaba-, sino el poder pasar por los sitios sin dejar rastro, anónimamente, al margen del ojo siempre vigilante del Gran Hermano: su única preocupación. Por la tarde me ofreció toda la discografía que había traído consigo, músicas de diferentes partes del mundo. Seguimos contradiciéndonos en los análisis musicales, él dándome la lección, yo cediendo, aunque él no supiera en castellano argumentarlo ni la terminología concreta. Lo dejé sorprendido cuando en un momento dado lancé algunas notas con una flauta que me trajeron de la Índia, una flauta que se toca de lado, una simple caña agujereada. Él reconoció que era un instrumento muy difícil, que él tocaba la flauta dulce y que admiraba los pájaros, sobretodo los loros, sobretodo si eran amigables y que quería conocer uno en Barcelona. Lamentablemente no conozco demasiados loros amigables, aunque sí bastantes cotorras. Contó que un día un loro quiso devorar su flauta. Me soltó cuatro bromas sobre el lenguaje, eran ingeniosas, pero no me hacían mucha gracia porque estaba en tensión, sólo sonreir. Me sorprendió que hubiera aprendido casi lo más difícil de una lengua extranjera: usar el lenguaje de forma creativa. Después comprobé que tenía almacenado en su disco duro toda la gamma de chistes posibles y que los iba repitiendo según la ocasión. La repetición no le da miedo, le da fuerza, es parte de la misión.
A pesar de todo, había un rumor de fondo que nos hacía soportarnos con decencia y amabilidad. Después de hablar sobre la música y lo bailable, teníamos que marcharnos y le dije “nos vamos!”, y él me respondió que no sabía bailar demasiado la música que sonaba (era un disco suyo de música popular Noruega). Le repetí, “te he dicho si nos vamos, no si bailamos”. Entonces fue el único momento en que los dos reímos a carcajada ancha, espontáneamente. La cena le complació, aunque casi se durmió con la cuchara en la boca, hasta que Enric y yo le contamos lo del sistema de Bicing y de control de huellas dactilares en la piscina, conversación que metió el día siguiente en su intervención. A las doce de la noche quería internet, bajamos al bar y su wi-fi no funcionaba en su ordenador. Se puso hecho una furia: “no comprendes, no comprendes, no comprendes”. Él tenía una misión. Intentamos localizar el vecino pero fue en balde, lo tranquilcé mientras pensaba que lo iba a matar, pero finalmente me bebí una cerveza con mi compañero de piso Enric quien, ante mi “lo voy a matar”, me dijo que también Wittgenstein y Russell se encontraron un par de veces, que no se soportaron y que nunca hablaron de ello. Me reí por la comparación con Wittgenstein, y me reí otra vez porque no me parecía el comentario más tranquilizador, pero consiguió despistarme de mi leve enfado. Entonces quedamos con Stallman que nos levantaríamos a las nueve de la mañana para ir a buscar internet, pero finalmente se levantó a mediodía con un tono más suave y amable. Yo, a la vez, en pie desde la nueve, estaba a la expectativa pero haciendo mis cosas. Para tener una misión tan importante, levantarse a mediodía no creo que le ayudara mucho, pero a mí me sentó muy bien. Bajamos a ver a los vecinos, unos estudiantes de antropología y consiguió, a través de su internet, importarse sus 400 e-mails que había recibido en un día. El vecino le dijo que lo había estudiado en la universidad, él le preguntó que qué le habían dicho de él, y Luca respondió que ya no se acordaba, que hacía mucho tiempo. Etnonces se dirigió a mi y me dijo que cuando pretendiera ponerlo en situaciones tan surrealistas, le avisara con anticipación, pero se rió, se rió mucho, con el nerviosismo propio de las situaciones inesperadas, y Stallman fue feliz, con su buzón lleno de mensajes para la misión. Toda la mañana trabajé con Bach, pensé que él y Mozart tranquilizan las fieras, él no conocía las cantatas, y le gustaron. De hecho casi no conoce nada de cultural general, aunque esto no es indicativo de nada. Yo me quedé encantada con su música de Java.
Más tarde comimos con Juan y una amiga de Stallman. Cuando se encontraron ella se puso eufórica, hablando con un inglés exagerado y con un aire algo lascivo, nacido de una admiración ciega y de lo que eso provocaba en ella. Se había vestido para la ocasión: botas de cuero, vestido vaporoso, carmín en los labios, chaqueta corta. Se mantuvieron abrazados, panza y pechos durante un rato, a un palmo de la cara, mientras seguían hablando, mientras ella le halagaba largo y tendidamente y él respondía con sus monosílabos y frases cortas. Yo seguía de pie mirándolos como quien mira un documental de sobremesa de animales exóticos. Yo debía parecer un insecto que invisibiliza su cuerpo cambiando de color para camuflarse con el entorno. Entonces entendí que yo no fuera carne o santo de su devoción, con mis distancias, modales cordiales y silencios prudentes. No dije nada pero la cena se prodigó con conversaciones muy interesantes y gestos amables.
Por la tarde el Hall del CCCB se llenó. Aquello fue un éxito, todo el mundo estaba contento y todos se mostraban respetuosos, como si asistieran a una misa. Él dio todo lo que podía dar, y fue mucho, aunque faltaron detalles técnicos sobre el software libre, pero tampoco era su intención darlos. El principio en el que se basa su programa, esa apología clara y radical de la libertad del individuo en una época donde parece que todo el mundo está bajo sospecha y atado umbilicalmente al invisible ojo del Gran Hermano, es ineludible y necesario. La manera como defendió su postura fue impecable, no se contradice nunca en nada, pero porque omite mucha información, porque su discurso nace del integrismo radical y su prédica sólo gira entorno de su enfoque del tema, en realidad muy unívoco, sin matices y con pocos interrogantes, y el tema, en verdad, muy concreto: el sistema y modo de ejecución, modificación y distribución libre del software. Si se hubiera discutido esa “pretendida” libertad desde otros puntos de vista, su discurso no nos hubiera parecido tan immaculado y sin fisuras. Hablar sobre la libertad en relación al software implicaría también hacer una valoración sobre esclavitudes y potencialidades de la racionalización técnica de la existencia de nuestra sociedad. Aunque quizás esto ya no le toque a él y salir del marco propuesto ya estaba desestimado de entrada. Es lo que pasa con los predicadores integristas, no podrías quitar ni añadir nada de su discurso sin que su totalidad tambalease, y para que no tambalee lo mejor es no salir del forjado cerco. Aunque su discurso está lejos de tambalear. Las preguntas aún nos encallaron más en el cerco, aunque hubo alguna que se merecía más detalles y otras menos espectáculo.
Otra cuestión a tener en cuenta es que es difícil imaginar que un tipo que convive encerrado en su jaula virtual sin considerar ningún otro tipo de interacción humana predique el evangelio de un nuevo humanismo ciberespacial, una nueva confraternidad cibernética. ¿Dónde está en él lo humano? Quizás sólo en su discurso, pero también en su sacrificio. En la medida en que yo he ido obviándolo, han llegado las gracias por algunos servicios ofrecidos como amfitriona, también los pedos en directo, gajes de la confianza. Pero también porque una ya nada espera ni exige. Ha empezado a apreciar ciertas cosas, como un disco del grupo psicodélico brasilero de los años 60 Os Mutantes, el te, el plato en la mesa. Pero no es un empezar, en él ninguna relación puede empezar ni terminar si no es dentro de su misión. Sus pocas ganas de comunicarse hacen que todas las preguntas que le formularía, todas las cosas que le explicaría queden rezagadas a silencios forzadamente indiferentes. No es nada pesada la convivencia con él, porque casi no llega ni al punto de la convivencia.
La misión puede ser imprescindible, pero el gurú de la misión, sin la cual ésta desaparecería, quizás, a veces, decepcione. Entonces, cuando escuchas preguntas en un auditorio relleno como: “¿y qué pasará cuando tú te mueras?” Me doy cuenta de que la misión no está siendo comprendida de verdad. ¿Se puede predicar sin que, inevitablemente, los feligreses sientan esta relación idolátrica con el portavoz de la secta? Si queremos quedarnos con algo de Stallman, que sea el hecho de haber encontrado el por qué de su existencia y de haber respondido a él hasta el límite (un límite); después la voluntad y finalidad de su mensaje, y, finalmente, su mensaje, pero diría que no con todo, puesto que tiene que digerirse, como una buena comida, para comprobar el efecto y las inevitables falacias que contiene cualquier sistema integrista. También está la decepción de los feligreses, que aplauden cuando el gurú critica a los Estados Unidos, pero que no dicen ni mu cuando pone en duda el funcionamiento de la vieja Europa (y quizás aquí entendría más el aplauso, por proximidad cultural). ¿Podremos llegar a hacer las cosas por simple y pura convicción o necesitaremos siempre esta identificación malévola y precaria con un líder que, al fin y al cabo, es sólo un ser humano?
Voy a regresar a casa, que Stallman aún me espera, quizás para que le dé de cenar, quizás para seguir coreografiando nuestros habituales silencios. Llego y no está, aparece a medianoche. Se tira un pedo, se desabrocha su camisa desenfundando su barriga enorme y hablamos de la logística de mañana. Lo acompañaré a la estación de Ferrocarril, quizás no, para que de una charla en la UAB. Le dejaré su equipaje en el CCCB y con el mapa que le he dibujado para que se oriente, lo mandaré de vuelta a casa. Mientras termino de escribir esto, viene y me recomienda el restaurante donde ha comido y se despide con un dulce y soñoliento “hasta mañana”. Quizás, con más días, incluso hubiéramos podido empezar a entendernos. Quien sabe.