martes, 16 de junio de 2015

PROPHETIA

Texto publicado en el marco de Prieto, I. (ed.); Prophetia, Fundació Joan Miró, 2015, Barcelona // Versión CASTELLANA

La irresponsabilidad de ser responsables


La responsabilidad individual frente a la impunidad estatal

La responsabilidad no es solo una cuestión de conciencia, de vivir con conciencia, sino también de responder a ella dentro del marco de las estructuras socioeconómicas y políticas que condicionan (y a veces determinan) los límites y formas de nuestras respuestas individuales y colectivas. Hoy en día la responsabilidad pasa por repensar y rehacer, conjuntamente, este marco. Se considera que alguien es responsable en la medida en que es sujeto de una deuda u obligación. En términos jurídico-penales, se es responsable de algo cuando la acción de un sujeto (o sus consecuencias) sobrepasan las leyes del marco jurídico vigente. Dicho de otra forma, la responsabilidad es una coacción sofisticada que ejecuta el Estado para salvaguardar la protección de los ciudadanos, pero, por encima de todo, para controlar el recto funcionamiento de este mismo Estado, vigía y cómplice silencioso de la economía financiera transnacional desde la atalaya europea. La bibliografía que existe sobre la crisis financiera y sobre la crisis de los Estados-nación (Estados modernos) en el contexto de la globalización económica desbordaría las estanterías de cualquier biblioteca nacional. Como respuesta a la crisis económica, los Estados han sido, por un lado, demasiado responsables con las entidades financieras, las grandes empresas y las élites económicas, y por el otro, han sido irresponsables con los ciudadanos, a los que han convertido en víctimas y responsables directos de su deuda y de la de las propias entidades bancarias a través de la aplicación de medidas de austeridad letales («recortes») dictadas por la troika (CE-BCE-FMI) para compensar la recapitalización de los bancos por parte del Estado.

El descrédito del que gozan los gobiernos es directamente proporcional al crédito que los bancos ofrecían hace una década; la responsabilidad individual de la clase media y baja es directamente proporcional a la inmunidad que el Estado español concedió a los instigadores de la debacle económica y social en la que estamos sumergidos. La impunidad total es para la casta de lo que Antonio Baños llama «econócratas y políticos»[1], «el orden de los señores deudales»,[2] lo que en la época de Agustín era el cesaropapismo. Nace así otra posible responsabilidad, la que nacería del cuerpo social, derivada de la negación del ciudadano a afrontar la deuda público-privada. La pregunta que se abre ya no es cómo usar la democracia para cambiar nuestros representantes (comparten el armario donde se camuflan en función del tiempo que haga en Bruselas), sino cómo instaurar un nuevo modelo de Estado que permita el desarrollo de verdaderas políticas públicas en pro del bien común. Precisamente, una de las preguntas que incluye la exposición Prophetïa es esta: ¿cuál es el papel que debería desempeñar el Estado? Marina Garcés, en Un mundo común, nos ilustra sobre el Estado, esa «comunidad de propietarios voluntariamente asociados»: «El Estado moderno, nacido de este contrato entre individuos autónomos, proyecta la vida del hombre hacia dos dimensiones fundamentales: la dimensión pública, en la que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la dimensión privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya sea la libertad del intercambio mercantil, ya sea la libertad de conciencia.»[3] La dimensión privada se ha desmadrado (neoliberalismo) en la medida en que la dimensión pública ha mudado hacia lo privado, dejando solo sus mecanismos de control, el poder coercitivo. En una de las clases del curso Romper la máquina, construir la democracia,[4] Raúl Sánchez Cedillo propuso, casi a modo de provocación, un modelo de Estado (entendido como «poder coercitivo») mínimo, pero todo ello compensado con una maximización de los comunes.[5]

La responsabilidad social corporativa o la máscara del zorro

El premio Nobel de economía Joseph E. Stiglitz indica que el neoliberalismo (basado en la desregulación, liberalización y privatización) propone un modelo de irracionalidad económica basado en la fe ciega en la autoregulación de los mercados y en la teoría del goteo (trickle-down economics), que indica, para simplificar, que la mejora de las condiciones de los ricos beneficiará a los más pobres. Nada más alejado de la realidad. Desde Inflation (1928) de Hans Richter hasta el documental Confesiones de un banquero (2013) de Marc Bauder, pasando por el aclamado documental The Corporation (2004) de Mark Achbar, sabemos que tanto las corporaciones como los especuladores son organizaciones impersonales sin escrúpulos que se presentan como un cuerpo amorfo al que es imposible responsabilizar de nada por su propia naturaleza etérea y diaspórica. El dinero, establecido no como un medio sino como un fin, también se vuelve etéreo, como indica Baños: «La cantidad de dinero etéreo, ficticio, creado financieramente, supera más de diez veces el número de bienes y servicios que se pueden comprar en este mundo.»[6] Dinero, éxito, el grial del emprendedor que hace de la profesionalidad («ese inhibidor ético de una eficacia absoluta»,[7] siguiendo con Baños) su armadura.

Eso sí, se inventó la «responsabilidad social corporativa», pero los observatorios que velan por su cumplimiento solo procuran nuevas estrategias de crecimiento, y ahí hay un problema de fundamento: el crecimiento, como los recursos, es limitado, el aumento del consumo no es solución de nada. No hace falta haber leído sobre el principio de responsabilidad de Hans Jonas para entender que parte de la solución pasa por el decrecimiento (Serge Latouche); se trata de sentido común, del sentido de lo común. «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra» u «obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida»,[8] dice Jonas. Pero la economía no entiende de ecosistemas, la economía se ha emancipado de la vida dejando la casa (oikos) vacía. De hecho, las corporaciones se nutren de las violaciones constantes de los derechos humanos. A finales de junio salía la noticia de que Europa y Estados Unidos se oponían al proyecto de la ONU para obligar a las multinacionales a respetar los derechos humanos, una noticia que viene acompañada por el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión, acuerdo que beneficia, en primer lugar, a las corporaciones transnacionales. Estas, cual ballenas, han lanzado, ocultado, todos los Jonás, como en la historia de la Biblia, en lo más hondo de su oscuro vientre.

Municipalismos: el antídoto a lo tóxico

La frase «piensa globalmente, actúa localmente», que ha derivado en el término glocal, ha sido muy usada por las corporaciones. Si pensamos globalmente no podemos encontrar otra salida que la parcela distópica, el accionariado de la derrota, con lo que hoy en día se trataría más bien de pensar localmente, actuar localmente y afectar globalmente a través de réplicas dialógicas (como los espejos —mirrors— informáticos) con el territorio y sus habitantes, lo que se viene llamando «las multitudes conectadas». En este sentido, las revueltas de las plazas y las calles acaecidas después de 2008 son un buen ejemplo de eso y el precedente de iniciativas populares de reapropiación de la vida pública que ejercen su politiká pragmateia (su repensar la vida en común de los hombres) como Guanyem (Barcelona), Lo Comú (Lleida) y Municipalia (Madrid), que además proponen un marco de acciones conjuntas, más allá de manifiestos o partidos centralizados. Contra lo tóxico (término del que abusan los gobiernos para no dar a entender) hace falta un antídoto y ese antídoto tiene que ser capaz de adentrarse en las raíces del fallo sistémico; la única forma de hacerlo es desde lo inmediato (no mediado, no representado —«no nos representan»—), desde la acción planificada en función de las necesidades presentes, desde la puesta en marcha de procesos constituyentes de base, municipalistas. Si hay un ismo en el siglo xxi que nos impida ser apresados en el feudalismo neoliberal, este es el municipalismo global, que involuntariamente tiene algo del regionalismo crítico de Kenneth Frampton de los ochenta, aunque a él, como a la mayoría, le faltaba salir del discurso a la calle. Este «sí» es un «no» radical, es el poder del rechazo a lo insuficiente o deficitario.[9] Es el «no» que rehúye el paternalismo, la autoayuda, la caridad y la miseria, es «el no certero, inquebrantable, riguroso que nos une y nos vuelve solidarios».[10] Como indica Virilio: «Lo propio del hombre es resistir. Malraux decía: “Se es un hombre cuando se sabe decir no”.»[11]

El lugar del arte y de la cultura

Cuanto más entretenidos y peor informados estemos (siguiendo la estela de Neil Postman),[12] menos sensibles seremos a la contradicción, a la incoherencia y a la injusticia. La cultura es el escenario donde hay que dar a ver estas contradicciones, y ese dar a ver es siempre un ejemplo de resistencia. Aunque el arte siempre llega después de la vida, como la punta de un iceberg muestra lo que el ecosistema (informativo e informático) esconde, concreta lo que el cuerpo social ya ha manifestado previamente en su interacción e implicación colectiva. Marina Garcés, en su análisis sobre el papel del arte y la cultura en nuestra sociedad, habla de una honestidad que ejerce una violencia, una «afección y una fuerza que atraviesa cuerpo y consciencia para inscribirlos, bajo una posición, en la realidad».[13] Ese compromiso e intervención del artista sobre lo real que reclama la filósofa generaría lo que podríamos llamar espacios de consiliencia refractiva, esto es, la producción de lugares de conocimiento unificado (filtrado y reunido por el artista o el colectivo de artistas) que conserven sus saberes concretos y permitan al espectador subrayar y rastrear el tipo de vínculo de la obra con lo real (de ahí lo de «refractivo»). Estos lugares han de permitirnos descubrir nuevas relaciones de ideas, hacer aflorar los falsos debates e incluso dar a ver la violación de los derechos humanos para transformar este conocimiento en un posicionamiento en el mundo a través de la obra e incluso a pesar de ella. El obrar, la acción, eso ya nos concierne a todos.

El hombre solo, sin atributos, que ve el fin del mundo parpadear detrás de la pantalla opaca del televisor, ese pide protección. Nuestra responsabilidad es hacernos ver los unos a los otros que compartimos nociones, necesidades y un proyecto social común y diverso a la vez, y que la máxima inseguridad es poner nuestras vidas en manos de la seguridad estatal, hipotecada por la privatización de casi todo. Una libertad premium conseguida a base de pagar por tu reclusión privada es tan poco esperanzadora como ponerse en manos de un médium o de un mesías. Lo primero es lo fácil y cortoplacista, lo segundo es la última salida, la última llamada (last call); entre lo individualista extremo y lo catastrófico mántico estaría todo lo que se puede hacer desde las nuevas colectividades, desde estas comunidades confesas[14] de una culpa injustamente transferida ante la cual la única responsabilidad que se puede tomar es la de la irresponsabilidad que negaría la respuesta del consenso en pro del disenso, de la disidencia, de la ruptura, una ruptura que a su vez refracta todas las luchas locales, vecinales, de proximidad, de las que se nutre nuestra historia.




[1] Antonio Baños, PosteconomíaHacia un capitalismo feudal, Barcelona, Los Libros del Lince, 2012, p. 116.
[2] Ibídem, p. 124.
[3] Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 32.
[4] Romper la máquina, construir la democracia, curso organizado por Nociones Comunes Barcelona y la Fundación de los Comunes entre el 4 de mayo y el 9 de julio de 2014 y coordinado por Rubén Martínez, a quien le agradezco la revisión de este texto.
[5] Cabe destacar la labor que están haciendo Nociones Comunes Barcelona y la Fundación de los Comunes.
[6] Antonio Baños, PosteconomíaHacia un capitalismo feudal, Barcelona, Los Libros del Lince, 2012, p. 117.
[7] Ibídem, p. 162.
[8] Hans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Editorial Herder, 1995.
[9]Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 51.
[10]Maurice Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, París, Lignes & Manifestes, 2003, p. 11, citado en Marina Garcés, Un mundo común, Edicions Bellaterra, 2013, p. 52.
[11]Paul Virilio, El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, 1997, p. 27.
[12] Neil Postman, Divertim-nos fins a morirEl discurs públic a l’era del show-businessBarcelona, Llibres de l’Índex, 1990.
[13] Marina Garcés, Un mundo común, Edicions Bellaterra, 2013, p. 69.
[14] Frente a la «comunidad inconfesable» de Maurice Blanchot (La Communauté inavouable, París, Éditions de Minuit, 1991).

Text publicat en el marc de Prieto, I. (ed.); Prophetia, Fundació Joan Miró, 2015, Barcelona // Versió CATALANA



La irresponsabilitat de ser responsables


La responsabilitat individual enfront de la impunitat estatal

La responsabilitat no és només una qüestió de consciència, de viure amb consciència, sinó també de respondre-hi en el marc de les estructures socioeconòmiques i polítiques que condicionen (i de vegades determinen) els límits i les formes de les nostres respostes individuals i col·lectives. Avui dia la responsabilitat implica repensar i refer, conjuntament, aquest marc. Es considera que algú és responsable en la mesura en què és subjecte d’un deute o una obligació. En termes jurídico-penals, s’és responsable d’alguna cosa quan l’acció d’un subjecte (o les seves conseqüències) sobrepassen les lleis del marc jurídic vigent. Dit d’una altra manera, la responsabilitat és una coacció sofisticada que executa l’estat per garantir la protecció dels ciutadans, però, per damunt de tot, per controlar el recte funcionament d’aquest mateix estat, vigia i còmplice silenciós de l’economia financera transnacional des de la talaia europea. La bibliografia sobre la crisi financera i sobre la crisi dels estats-nació (estats moderns) en el context de la globalització econòmica desbordaria les prestatgeries de qualsevol biblioteca nacional. Com a resposta a la crisi econòmica, els estats han estat, d’una banda, massa responsables amb les entitats financeres, les grans empreses i les elits econòmiques, i de l’altra, han estat irresponsables amb els ciutadans, que han convertit en víctimes i responsables directes del seu deute i del de les mateixes entitats bancàries a través de l’aplicació de mesures d’austeritat letals («retallades») dictades per la troica (CE-BCE-FMI) per compensar la recapitalització dels bancs feta per l’estat.

El descrèdit actual dels governs és directament proporcional al crèdit que els bancs oferien una dècada enrere; la responsabilitat individual de la classe mitjana i baixa és directament proporcional a la immunitat que l’Estat espanyol va concedir als instigadors del daltabaix econòmic i social en què estem submergits. La impunitat total és per a la casta del que Antonio Baños anomena «econòcrates i polítics»[1] —«l’ordre dels senyors deudals»[2]— el que en l’època d’Agustí era el cesaropapisme. Neix així una altra possible responsabilitat, la que naixeria del cos social, derivada de la negació del ciutadà a afrontar el deute público-privat. La pregunta que s’obre ja no és com utilitzar la democràcia per canviar els nostres representants (comparteixen l’armari on es camuflen segons el temps que faci a Brussel·les), sinó com instaurar un nou model d’estat que permeti el desenvolupament de veritables polítiques públiques en pro del bé comú. Precisament, una de les preguntes que inclou l’exposició Prophetïa és aquesta: quin és el paper que hauria de tenir l’estat? Marina Garcés, a Un mundo común, ens il·lustra sobre l’estat, aquella «comunitat de propietaris voluntàriament associats»: «L’estat modern, nascut d’aquest contracte entre individus autònoms, projecta la vida de l’home cap a dues dimensions fonamentals: la dimensió pública, en què s’alien la submissió i el dret com les dues cares de la llei, i la dimensió privada, en què es preserva la llibertat com a atribut individual, ja sigui la llibertat de l’intercanvi mercantil, ja sigui la llibertat de consciència.»[3] La dimensió privada ha sortit de mare (neoliberalisme) en la mesura en què la dimensió pública ha mudat cap a la dimensió privada i només n’han quedat els seus mecanismes de control, el poder coercitiu. En una de les classes del curs Romper la democracia, construir la democracia,[4] Raúl Sánchez Cedillo va proposar, quasi a tall de provocació, un model d’estat (entès com a «poder coercitiu») mínim, però tot plegat compensat amb una maximització dels comuns.[5]

La responsabilitat social corporativa o la màscara de la guineu
El premi Nobel d’economia Josep E. Stiglitz indica que el neoliberalisme (basat en la desregulació, la liberalització i la privatització) proposa un model d’irracionalitat econòmica basat en la fe cega en l’autoregulació dels mercats i en la teoria del degoteig (trickle-down economics), que indica, per simplificar, que la millora de les condicions dels rics beneficiarà els més pobres. Res més lluny de la realitat. Des d’Inflation (1928) de Hans Richter fins al documental Confesiones de un banquero (2013) de Marc Bauder, passant per l’aclamat documental The Corporation (2004) de Mark Achbar, sabem que tant les grans empreses com els especuladors són organitzacions impersonals sense escrúpols que es presenten com un cos amorf que és impossible responsabilitzar de res per la seva pròpia naturalesa etèria i diaspòrica. Els diners, establerts no com un mitjà sinó com un fi, també esdevenen eteris, com indica Baños: «La quantitat de diners eteris, ficticis, creats financerament, superen més de deu vegades el nombre de béns i serveis que es poden comprar en aquest món.»[6] Diners, èxit, el Graal de l’emprenedor que fa de la professionalitat («aquell inhibidor ètic d’una eficàcia absoluta»,[7] continuant amb Baños) la seva armadura.
Això sí, es van inventar la «responsabilitat social corporativa», però els observatoris que vetllen perquè es compleixi només procuren noves estratègies de creixement, i aquí hi ha un problema de base: el creixement, com els recursos, és limitat, l’augment del consum no és cap solució. No fa falta haver llegit sobre el principi de responsabilitat de Hans Jonas per entendre que part de la solució implica el decreixement (Serge Latouche); es tracta de sentit comú, del sentit d’allò comú. «Obra de tal manera que els efectes de la teva acció siguin compatibles amb la permanència d’una vida humana autèntica a la Terra» o «obra de tal manera que els efectes de la teva acció no siguin destructius per a la futura possibilitat d’aquesta vida»,[8] diu Jonas. Però l’economia no hi entén, d’ecosistemes, l’economia s’ha emancipat de la vida i ha deixat la casa (oikos) buida. De fet, les grans empreses es nodreixen de les violacions constants dels drets humans. A finals de juny sortia la notícia que Europa i els Estats Units s’oposaven al projecte de l’ONU per obligar les multinacionals a respectar els drets humans, una notícia que va acompanyada per l’Acord Transatlàntic sobre Comerç i Inversió, un acord que beneficia, en primer lloc, les grans empreses transnacionals. Aquestes, com si fossin balenes, han llançat, amagats, tots els Jonàs, com en la història bíblica, al fons del seu fosc ventre.


Municipalismes: l’antídot contra el tòxic

La frase «pensa globalment, actua localment», que ha derivat en el terme glocal, ha estat molt utilitzada per les grans empreses. Si pensem globalment no podem trobar cap altra sortida que la parcel·la distòpica, l’accionariat de la derrota, amb la qual cosa avui es tractaria més aviat de pensar localment, actuar localment i afectar globalment a través de rèpliques dialògiques (com els miralls —mirrors— informàtics) amb el territori i els seus habitants, el que s’anomenen «les multituds connectades». En aquest sentit, les revoltes de les places i els carrers que es van esdevenir després del 2008 en són un bon exemple i el precedent d’iniciatives populars de reapropiació de la vida pública que exerceixen la seva politiká pragmateia (el seu replantejament de la vida en comú dels homes) com Guanyem (Barcelona), Lo Comú (Lleida) i Municipalia (Madrid), que, a més a més, proposen un marc d’accions conjuntes, més enllà de manifestos o partits centralitzats. Contra els elements tòxics (terme del qual abusen els governs per no donar explicacions) cal un antídot, i aquest antídot ha de ser capaç d’endinsar-se en les arrels de l’error sistèmic: l’única manera de fer-ho és des del més immediat (no mediat, no representat —«no ens representen»—), des de l’acció planificada en funció de les necessitats presents, des de la posada en marxa de processos constituents de base, municipalistes. Si hi ha un isme al segle xxi que ens impedeixi ser víctimes del feudalisme neoliberal, aquest és el municipalisme global, que, sense voler, té alguna cosa del regionalisme crític de Kenneth Frampton dels anys vuitanta, tot i que a ell, com a la majoria, li faltava sortir del discurs al carrer. Aquest «sí» és un «no» radical, és el poder del rebuig al que és insuficient o deficitari.[9] És el «no» que fuig del paternalisme, l’autoajuda, la caritat i la misèria, és «el no encertat, indestructible, rigorós, que ens uneix i ens torna solidaris».[10] Com indica Virilio: «El que és propi de l’home és resistir. Malraux deia: “S’és un home quan se sap dir no”.»[11]





[1] Antonio Baños, Posteconomía. Hacia un capitalismo feudal, Barcelona, Los Libros del Lince, 2012, p. 116
[2] Ibídem, p. 124.
[3] Marina Garcés, Un mundo común, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2013, p. 32.
[4] Romper la máquina, construir la democracia, curs organitzat per Nociones Comunes Barcelona / Fundació dels Comunes del 4 de maig al 9 de juliol de 2014 i coordinat per Rubén Martínez, a qui agraeixo la revisió d’aquest text.
[5] Cal destacar la tasca que estan duent a terme Nociones Comunes Barcelona i la Fundación de los Comunes.
[6] Antonio Baños, Posteconomía. Hacia un capitalismo feudal, Barcelona, Los Libros del Lince, 2012, p. 117.
[7] Ibídem, p. 162.
[8] Hans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Editorial Herder, 1995.
[9] Marina Garcés, Un mundo común, p. 51.
[10] Maurice Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, París, Lignes & Manifestes, 2003, p. 11, citat a Marina Garcés, Un mundo común, p. 52.
[11] Paul Virilio, El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, 1997, p. 27.