jueves, 27 de diciembre de 2012

LOS NUEVOS RICOS: “DESTROZA EL PASADO, CONTROLA EL FUTURO”


Texto publicado este lunes 24 en el Cultura/s de La Vanguardia. Versión extendida. 

LOS NUEVOS RICOS: “DESTROZA EL PASADO, CONTROLA EL FUTURO”

La noche es más oscura justo antes del amanecer
Harvey Dent en El caballero oscuro: la leyenda renace


En el último año, las carteleras han dado vida a los nuevos y jóvenes ricos de los que constantemente nos hablan empresas de servicios de datos como Bloomberg. Han pasado más de treinta años desde que, a finales de los 80’s, aparecieran los Yuppies (Young Urban Professionals crecidos en la Ivy League) después del Black Monday de 1987, cuya imagen podemos sintetizar (aunque de una forma un poco macabra) con el personaje de Patrick de American Psycho, una novela publicada en 1991 que vería su adaptación cinematográfica en el 2000. La reestructuración geopolítica global que ha sufrido el mundo en estos diez últimos años facilita que un chico nacido en 1984 (Mark Zuckerberg) en menos de 5 años se convierta en billonario y cree un servicio que en este lapso de tiempo consigue 900 millones de usuarios. Pero también provoca que este mismo chico pueda perder 4.000 millones de dólares en un día cuando su empresa entra y se desploma en la bolsa. En 1962, Michelangelo Antonioni ya nos aproximó al frenético y desnaturalizado mundo de la bolsa con una película cuyo título ilustra la única deriva a la que puede llevar este negocio basado en la compra y venta de valores: El eclipse. Es en este contexto mercado-técnico en el que se desarrollan las historias que merecen aquí nuestra atención: El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), Shame (Steve McQueen, 2011), El caballero oscuro: la leyenda renace (Christopher Nolan, 2012) y Cosmopolis (David Cronenberg, 2012). ¿Qué imagen nos dan estos relatos de estos “nuevos y jóvenes ricos” en la era del capitalismo financiero y del mundo con el que juegan?

Ser o no ser

A los 30 ya lo tienen todo, suben más rápido, la caída es directamente proporcional, no tienen más motivaciones que las de ganar sumas astronómicas de dinero, en una traducción matemática de las cosas sin igual, donde las mercancías son merasabstracciones, donde la alienación con respecto a lo matérico es un punto de partida; sufren de carencias afectivas, tienen más dinero que experiencia a sus espaldas, la cristalización de la vida y de la psyché es un hecho; para ellos, el presente no existe, sólo existe el futuro. Ya no miran a la cosas desde esa mirada vertical de los yuppies de los 90’s, sino que su mirada es omnidireccional, como el ojo del gran hermano, es el resultado de controlar los flujos de los mercados, los números que predicen y las redes que trafican a cada nanosegundo millones de bytes de fresca información, pero esta omnidireccionalidad es el desplazamiento metafórico de su vértigo existencial. Viven como un ojo omnímodo que todo lo ve pero que no puede verse a si mismo y, donde no existe un cuerpo, no hay posibilidad de alma. Son pura racionalidad, pero el pasado biológico les asalta como un animal depravador y les genera miedo, miedo a morir, a dejar de ser, quieren expulsar de ellos lo que les queda de humano, pero es lo único que les falta por conseguir: el sentirse vivos. Saben, como dicen en el El árbol de la vida, que “si no sabes amar, tu vida pasará como un destello”, pero son incapaces de ello. Bruce Wayne, el protagonista de la saga de Batman dirigida por Nolan interpretado por Christian Bale, es un mega-millonario que se dedica a construir armas letales, especular con los mercados, vender tecnología de satélite espía al gobierno de los Estados Unidos y que, como dice Slavoj Zizek, “sólo puede salvarse resucitando el arquetipo dickesiano del buen capitalista que se compromete a través de las obras de caridad". Pero para salvarse de verdad, necesita ponerse de noche una máscara, vivir en la sombra, y todo para regresar a lo vivo, a la vez que para acallar los traumas del pasado que le han convertido en este “caballero oscuro” que se convierte en héroe anónimo en una especie de pseudomística de la autosuperación, siempre personal. El amor será su punto de fuga carcelario, su talón de aquiles, el espejo en donde se reflejará su incapacidad de ser un poco humano.  Eric, el protagonista de Cosmópolis interpretado por Robert Pattinson, dirige Packer Capital, que se dedica, como dice su novia, “a adquirir información y a convertirla en algo tremendo y espantoso”. Eric tiene una capacidad visionaria para ver hacia donde van los mercados, su conocimiento sobre las cosas es enciclopédico, casi inhumano, sus dones, como le dice el personaje de Benno, son la enorme ambición, el menosprecio, la ausencia de remordimientos y un frío cálculo permanente. Compra arte para sentirse vivo, pero no porque se trate de un Rothko, sino por el hecho de que valga mucho dinero, los poemas sirven para hacerle consciente de su respiración; se casa por dinero y se siente atraído por mujeres inteligentes pero que tengan alguna fisura por donde entrever una debilidad mortal. Rodeado siempre de números, de predicciones, de lo abstracto, custodiado constantemente por guardaespaldas, su obsesión (y su temor máximo) es la muerte, salir de la limusina sin nada y exponerse al caos y a sus relucientes y tormentosas entrañas. No se parará hasta que no consiga ver cómo palpitan esas entrañas, como le late el corazón de pura muerte. El personaje de Shame, Brandon, interpretado por Michael Fassbender, es un ejecutivo de publicidad que vive para el éxito y que ha sustituído el amor por el sexo compulsivo. Su impecable imagen es inversamente proporcional a las perversiones sexuales que necesita para sentirse vivo. Su rotativa cotidianidad se convertirá en un infierno con la aparición de su hermana Sissy que, con sus intentos de suicidio, le recordarán constantemente a Brandon que la vida no es un control, sino el rezumbar que deja el tren cuando llega y sale de una estación cualquiera. El personaje de Jack (Sean Penn) en el Árbol de la vida es un alto ejecutivo completamente perturbado por su pasado, por la figura de un padre autoritario y una madre que emana bondad por los poros. Las paredes de su acristalada torre donde se refugia, no consiguen aislar el dolor frente a la pérdida de su hermano, la muerte amenaza como un cuchillo y se filtra por todas partes, más allá del cristal, del acero, de la decoración high-class que le rodea. Frente a estos personajes, están lo que María Zambrano llamaba, “los hombres subterráneos”, que, como decía, “sueñan con hijos, con hermanos (…) Son muertos vivos (…) Son las entrañas que quieren vivir como tales entrañas, el corazón que no quiere ser asimilado por la razón o disuelto por ella (…) criaturas demasiado llenas de realidad y de realidades de un mundo que les ha inculcado una creencia que no les permite acogerlas”. Estos personajes son la antítesis de los protagonistas y vienen representados por Bale (El caballero oscuro), la hermana (Shame), Benno (Cosmopolis) y la madre (El árbol de la vida), entrañados todos en un mundo hecho de cristal en el que, como decía Benjamin en el texto sobre Scheerbart, sobre él nada se aferra: “Un material frío y sobrio, también. Las cosas en vidrio no tienen ‘aura”.

El palacio de cristal frente al mundo

Los mega-millonarios viven en sus “palacios de cristal” (verticales, como los de Batman, Shame o El árbol de la vida) y horizontales (como la limusina de Cosmópolis) que conducen, como decía Slotedijk, a la “total cristalización de las condiciones de vida, una generalización normativa del tedio”. Frente a esto está el caos y la mugre de las calles de Gotham, de la Batcueva, de las cloacas en donde Bane organiza la revolución como ratas, las ratas de Cosmópolis que capitanean la revuelta popular en calles insalubres, los tugurios nocturnos donde moran otras sombras para el deseo en Shame. Pero el auténtico palacio de estos mega-ricos es intangible, corre por los sistemas informáticos (convenientemente protegidos), por las subidas y bajadas de los valores en bolsa, por la información. Como en Matrix, el mundo se ha vuelto una inversión de la caverna platónica, un cartesianismo extremo (“cuando muriese, él no se acabaría, lo que se acabaría sería el mundo”, Cosmópolis) y las sombras han suplantado a las cosas en un pérfido ejercicio de usurpación de identidad, e incluso de existencia. Como dicen en Cosmópolis, el dinero para ellos ha perdido el valor narrativo, la riqueza es riqueza en si misma, ya no se gana para comprar tiempo personal, sino que el control sobre el tiempo hizo que los hombres dejaran de mirar a la eternidad para centrarse en el segundo y perfeccionar el nivel productivo, reduciendo la calidad de la vida humana: ahora el tiempo es un activo corporativo. Por eso mismo estos hombres no duermen, por eso en el caso más extremo, el de Cosmopolis, a Eric le da igual tener un piso de 48 habitaciones, no saber distinguir la limusina de la oficina; el palacio de antaño se ha devaluado, la palabra rascacielos (como dice él mismo) es obsoleta, actualizando aquellas vaticinadoras palabras del hombre del subsuelo de Dostoievsky: “El hombre se desvive por construir y por abrir caminos, eso no tiene vuelta de hoja. ¿Pero por qué ama también la destrucción y el caos? (…) Quizá sólo le guste construir el edificio, no habitarlo. Quizá la única meta que persiga el hombre (…) consista en la vida misma y no realmente en la meta, la que, por supuesto, será algo así como “dos y dos son cuatro, o sea, una fórmula; pero dos y dos son cuatro no es vida, señores, sino el comienzo de la muerte”. Esos nuevos ricos, desde sus peceras, creen en el 2+2=cuatro, y construyen sin querer habitar los edificios o materializar los actos. El mundo, para ellos, será siempre lo Otro, un doble, como si el resultado de sus acciones no repercutiera en la gente, como si las crisis no fueran el conato del sistema capitalista financiero que han creado (cuando es su inevitable protagonista). No quieren sufrir, para no ser conscientes de las repercusiones funestas de sus actos sobre el mundo, para no ver que el caos empieza en estos cálculos de váluas que realizan cada segundo, y el sufrimiento es, como decía Dostoievsky, la única causa agente de la conciencia, siendo ésta la única causa agente de la transformación social. El mundo de los antagonistas está formado por las personas, por las relaciones humanas (“En el mundo no hay más que la otra gente”, Benno), aunque los millonarios de estos films siempre asocien a la masa con el delirio, el caos, la rebeldía, lo impredecible. La tecnología puesta al servicio del capitalismo ha convertido las cosas y los hechos en “indudables”, en “inevitables”, incluso ha convertido el “futuro” en una idea y en un argumento para justificar la carnicería del presente. Lo que todos estos “nuevos ricos” han perdido es el significado de estar vivos, su lugar en el mundo; su forma de superarlo: convertir el mundo en una partida de cálculos, pero la muerte es lo único de lo que no se puede tener duda, que no se puede calcular y que hace que nos planteemos la vida como algo más que una operación de riesgo. 



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