sábado, 23 de febrero de 2008

LO ÚTIL DE LO INÚTIL: PARA UN MODELO DE INVESTIGACIÓN BASADO EN LA CREATIVIDAD ETICA

(*Este discurso lo presenté el viernes 22 de diciembre en un congreso sobre Humanidades en la UPF de Barcelona)

Todo empieza con una pregunta. Volvamos pues a la pregunta inicial que se proponía como emblema del congreso, sobre “la interpretación y el lugar ético del intérprete o investigador a la hora de acercarse a un texto, un hecho o un discurso ajeno desde su propia persona y presente en el ámbito de las Humanidades”. Porque, al fin y al cabo, es esa pregunta el hilo conductor que nos une a todos aquí. Intentaré, en ese precario lapso de tiempo, no dejar de apuntar a la pregunta ni al resumen que presenté no tanto con la intención de mostrar el resultado de mi trabajo de investigación, sino como manera de buscar una oportunidad de diálogo, una llamada que me obligara a pensar sobre lo hecho y a pensar a secas. Un ejercicio de meditación y reflexión que pretendía dejar por momentos este automatizado estado de opinión en el que invertimos cotidianamente todas nuestras fuerzas, emociones y pensamientos. Este texto se presenta casi como una carta, en el sentido en el que lo expone Foucault, “como una apertura de sí que se da al otro”.

I. El investigador

Al título rimbombante de “lo útil de lo inútil: para un modelo de investigación basado en la creatividad ética” añadí el subtítulo “o sobre el hecho de que la búsqueda del lenguaje –el “cómo”- desde el cual abordar la investigación, atañe al investigador como aspecto fundamental de la investigación misma”. De eso se trata, pues, de encontrar la manera de decir las cosas, de nombrar eso Otro, aquello que es familiar y extraño a la vez, aquello que buscamos porque de un modo u otro ya hemos reconocido, que lo extrañamos como extraño y como echado en falta, que lo desconocemos porque queremos conocerlo. Así empiezan las aventuras que más tarde solemos recordar, con la aparición y deseo de eso Otro, así se toman las grandes decisiones, y así se tendría que escoger un tema de investigación: Por un deseo íntimo de llenar un vacío conceptual y emocional, es decir, por pura necesidad y es que, como dijo María Zambrano, “sólo a través de las necesidades encuentra el hombre su libertad”. ¿Y qué es este continuo relacionar-nos con las cosas y el significado que les damos a continuación sino un intento vagamente disimulado de liberarnos, para empezar, de nosotros mismos? Y, a la vez, de liberar a la pregunta del silencio opaco que la esconde desde un hablar que nombre, ese nombrar que, siguiendo a Heidegger, es un “llamar las cosas a la palabra”. Rilke, aplicándolo a la tarea del escritor, lo resume: “Sólo hay un medio. Entre en sí mismo. Investigue el fundamento de lo que usted llama escribir; comprueba si está enraizado en lo más profundo de su corazón; confiésese a sí mismo si se moriría irremisiblemente en el caso de que se le impidiera escribir. Sobre todo, pregúntese en la hora más callada de su noche. ¿Debo escribir? (…) Después, aproxímese a la naturaleza e intente decir como el primer hombre qué ve y experimenta, qué ama y pierde”.
Aparte de la necesidad a la hora de decidirse para un tema de investigación u otro, estaría el tema de la pasividad: El investigador tendría que ser un instrumento al servicio de la investigación, tendría que ser, no algo neutro como se viene aún postulando desde la ciencia (a pesar de los cuánticos), sino algo atento y pasivo. La vieja metáfora del instrumento musical sigue siendo la más adecuada: uno tiene que vaciarse para crear un vacío y dejar pasar la voz, pero a la vez uno tiene su pasado y su morfología presente, lo cual producirá un sonido único que nada tiene que ver con el ego sino con su desaparición. Es decir, uno tiene que poner a la retaguardia sus conocimientos, juicios y memoria, para poder para dejar espacio a eso Incógnito que nos aguarda dentro de un texto, una obra o un tema en cuestión. Porque, si ya todo lo sabemos de antemano, ¿para qué cursamos el camino? Precisamente en ese regocijo eufórico y egótico se quedan muchas de las investigaciones científicas: En el haber hallado la respuesta casi antes que la pregunta, las conclusiones del experimento antes de su finalización para poder tener más artículos, prestigio, en definitiva, financiación. Pero las Humanidades son sedientas, y en sus investigaciones casi nunca se llega. Las diferentes interpretaciones sobre textos y obras de distintas épocas dialogan y se complementan. Debemos seguir buscando, pues, tomarnos nuestras lecturas y autores como lugares de tránsito, porque, como lectores, incluso como escritores pero de diferente manera, en los textos estamos de paso, en continuo movimiento de extranjería, tomando el término de Deleuze, de “desterritorialización”. Y si están allí no es para que nos quedemos en ellos, sino para ser mutuos acompañantes de un largo camino interpretativo. El poeta Paul Celan se preguntaba: “¿Se recorren, cuando se piensa en poemas, se recorren con los poemas tales caminos?¿Son esos caminos sólo caminos de rodeo, rodeos de ti a ti mismo?”. Y se responde: “Son también, sin duda, entre tantos otros caminos, caminos en los que el lenguaje encuentra su voz, son encuentros, caminos de una voz hacia un tú que atiende”. Un poco a partir de este texto de Celan, decir que lo maravilloso de los textos y las obras, a diferencia de cualquier análisis, es que en ellos se encuentran no sólo descripciones e ideas de cómo un ser representó su aprehensión de “lo real”, sino también aquellos momentos de suspensión del juicio, aquellas “pausas de aliento” como diría Celan, instantes en que la cabeza se para y sólo habla el corazón, o ni tan solo el corazón, sino el martilleo incesante del no poder parar de decirse uno mismo “estoy aquí” como respuesta a la pregunta constante que se pone el hombre cuando se queda a solas con su conciencia: “quién soy y qué hago aquí”. Estos pasajes tatúan el pálpito funerario, y a la vez esperanzador, del existir de un ser en el tiempo que queda abandonado a la desolación de la primera y última pregunta. Cuando asistimos a eso, ¿no sentimos una cierta vergüenza e injusticia en hablar de esos autores de forma tan taxativa, simplificada y con un frío análisis semejante al que el entomólogo hace cuando observa su colección de insectos?
Cerrando el paréntesis y siguiendo con la cita de Celan, cabe decir que ese contenido ignoto al que te enfrentas, va esclareciéndose en la medida en que encuentras el lenguaje con el que lo expresas: “caminos en los que el lenguaje encuentra su voz”, decía el poeta. Esa sincronicidad, juntamente a la necesidad y pasividad ya mencionadas, hacen que quién salga transformado sea el investigador. Pues, al final, ¿qué se espera sino salir transformado, mejorado, de ese tipo de experiencias inmersivas y de larga duración, esas relaciones amorosas? Quizás sea la única manera de ser justos con ellos, emulando simbólicamente el vía crucis por el que pasaron en sus procesos creativos a través de nuestro deseo de comprensión, de inmersión. Quien lo hace por puro anhelo de especialización o acumulación de información se pone en el papel de la crítica y no de la investigación, que tendría que ser un diálogo a corazón abierto, y eso no tiene que ver con el sentimentalismo, ni el gusto, sino con la ética. Hasta aquí el investigador, ese ser faltado que parte de la atención, la pasividad, la necesidad y la búsqueda constante de la manera de decir las cosas que encuentra y, a veces, cuando se ha fracasado, las que había esperado encontrar.

II. La investigación: lo útil de lo inútil

No podemos separar la investigación del momento que nos ha tocado vivir, aunque sea para alejarnos de él. Todo intento de pensar alguna cosa es ya una “ecología”, el intento de construir, habitar un mundo. La misma comunidad de investigadores se encuentra dentro de un contexto socio-económico y cultural que sitúa el conocimiento en una esfera completamente utilitaria y mercantilista. En un mundo donde la economía se plantea a escalas globales, donde la cultura se desarrolla en la esfera del mercado, donde la ciencia se deja caer a los brazos de las grandes corporaciones y el conocimiento deviene cada vez más parcelado bajo el auspicio de esta misma ciencia y el mito del progreso, cada vez se hace más necesario reivindicar un lugar inviolable que pueda ser habitado sin el imperativo de la “utilidad”. Un lugar de intercambio de conocimientos y relaciones con tal de orientarnos mejor en nuestra existencia en el mundo, con tal de llevar salud a la existencia y al mundo a la vez. Ésta tiene que ser la “útil inutilidad” de las investigaciones en Humanidades.
Para empezar decir que lo “útil” no deja de ser un término que nace en un contexto determinado con el advenimiento de la racionalización de la técnica. Para el hombre neolítico la piedra de tajo no es útil, sino que es parte de su existencia, le permite sobrevivir. Lo útil entra en juego cuando se empiezan a pretender resolver necesidades inmediatas, constantes y ficticias (necesidades que genera el mismo sistema socio-económico). Y en la cultura también es así.
Por eso mismo, a la hora de enfrentarme con la tesina que llevaba por título “El relato autobiográfico confesional en el siglo XX”, decidí hablar de algo tan “inútil” y tan universal como son las estrategias de construcción del si-mismo en una situación de pérdida de identidad mediante el lenguaje a través del análisis de 4 “confesiones” del siglo XX: El libro del desasosiego de Pessoa, La carta al Padre de Kafka, El culpable de Bataille y Compañía de Beckett. Estas autobiografías confesionales pusieron orden y sentido a mi propia autobiografía invirtiendo la cuestión de cómo afectaba el investigador en la investigación. Toda investigación, por lo tanto, obra sobre el investigador y lo transforma, es la única manera de convertir la “inutilidad práctica” (de acuerdo con la era tecnocrática que vivimos) de este tipo de conocimiento en algo “necesario”.
El tema, la “confesión”, invitaba a un planteamiento del lenguaje nuevo: Las palabras, tal como hacían los autores cuando se enfrentaban con su propio proceso de “recuperación de la salud del alma a través de la escritura”, tenían que nacer. Ya no eran un vehículo, sino un fin en sí mismo. Un frío análisis formal no hubiera sacado el fruto de los textos, era preciso participar de todo aquel rico universo semántico nacido de un ser-de-lenguaje y para-el-lenguaje, con sus símbolos, sus repeticiones y sus particulares de base. Los autores no sólo volvían a nacer del re-decir sus vidas (re-citer como diría Ricoeur, en el sentido de “relatar” y “reencontrarse”), no sólo construyeron unos textos maravillosos que siguen aquí para nosotros, sino también todo un vocabulario que no consta en ningún diccionario más que en el de sus almas. Por eso Pessoa dice que las palabras son “sensualidades corporadas”, que le gusta perderse a sí mismo en ellas como algo que se tiene que penetrar y recorrer, como la geografía de su país. Por eso él no dice palabras, sino que “palabrea”, por eso no es que la vida sea absurda sino que nosotros “absurdamos” en ella, por eso no nos convertimos en otro sino que nos “otramos”. Para él la gramática es un instrumento y no una ley y cada uno tiene que encontrar su manera de utilizarlo y pone un ejemplo: “Supongamos que veo delante de nosotros una chica de maneras masculinas. (…) Yo diré ‘aquella chico’; violando la más elemental de las reglas de la gramática, que mana que haya concordancia de género y número entre el sustantivo y el adjetivo. Y habré dicho bien; habré hablado de forma absoluta, fotográficamente, lejos de la vulgaridad, de la norma, de la cotidianidad. No habré hablado: habré dicho”. Porque decir es renovar como dice él. De hecho el acto creador “nacería de la necesidad de reparar un objeto perdido, un objeto amado, que se convierte en símbolo interior permanente”. Es entonces cuando la obra repara colmando esa carencia y es por eso que Pessoa puede afirmar: “Me he olvidado de quién soy; no sé escribir porque no sé ser”. Lo mismo en Kafka. En una de sus cartas a Felice le dice que sus historias son él, y es gracias a ellas que tiene la mínima fuerza para continuar. Dice: “En el fondo, mi vida consiste y ha consistido desde siempre en intentos de escribir, por lo general malogrados. (...) Noto cómo una mano inflexible me va sacando de la vida cuando no escribo”. Por culpa de su padre, Kafka dice que se olvidó de hablar, por eso tiene que aprender a hacerlo de cero o, utilizando un término suyo, “desaprender” la vida que ha vivido hasta ahora. Para él no se trata de hacer palabras, sino de ser congénito a su ellas. Desaprender también en el sentido en el que lo utiliza Foucault cuando dice que “’Desaprender’ es una de las tareas importantes del cultivo de sí”. Pero este “desaprender” es a la vez un “dotar al individuo de las armas y del valor que le permitirán batirse a lo largo de toda su vida”. Y cuando no se poseen estas armas, construidas desde uno mismo y para uno mismo, entonces no se puede ser, de hecho, la falta de capacidad para escribir es un signo representativo de la imposibilidad de vivir su propia existencia. Cuando el punto que representas en el tiempo y en el espacio no deja de temblar, la escritura no puede, sino, balbucear. Por eso dice Kafka en una de sus cartas a Felice: “¡Ojalá pudiera escribir, Felice! El deseo de hacerlo me está quemando interiormente. Y ojalá tuviera, antes que nada, suficiente libertad y salud para ello. Creo que no has comprendido bastante bien que el escribir constituye mi única posibilidad de existencia interior. No es de extrañar, siempre lo expreso mal”. Para Beckett todo lo que ocurre son palabras. Dice: “soy todas esas palabras, este polvo de verbo, sin suelo en el que posarse, sin cielo en el que disiparse”. El extremo balbuceo llega en las prosas tardías, como en el relato “Para acabar aún” de Detritus. Sirvan como ejemplo esas dos líneas: “Cráneo lugar último oscuridad vacío dentro fuera hasta pronto o poco a poco ese día plomizo paralizado al fin apenas levantado”. A todos esos ejemplos me refería cuando he mencionado el planteamiento nuevo del lenguaje al que invitan esos textos.
Si para Deleuze la filosofía es el arte de fabricar conceptos, la literatura sería el arte de fabricar palabras, de hacer algo con ellas y, a la vez, de hacerse en ellas. La investigación no debe ser inmune a eso. Pero para que esto ocurra es necesario tener una experiencia del texto, condición sine qua non para que haya conocimiento, y toda experiencia no puede darse sino en el tiempo y gracias a él. El factor “tiempo” es lo que imposibilitó poder abrir esa “dimensión lingüística que damos a la dimensión temporal de una vida” a la que apela Ricoeur, es más, imposibilitó abrir esa dimensión existencial que damos a la dimensión lingüística de una vida. Si, como dijo Derrida, “la escritura nace con la agricultura, a la que acompaña la sedentarización”, ¿qué tipo de escritura puede nacer de una mirada completamente acelerada y nómada? Me refiero al actual nomadismo, quizás inmóvil, al que asistimos diariamente: esa ingesta incontrolable de signos y mensajes de todo tipo, ese entrecruzamiento frenético de espacios virtuales que nacen con las nuevas tecnologías de la comunicación, esa multiplicación de acciones que necesitas para sobrevivir en el contexto socio-económico actual. Alguien quizás piense, ¿en qué afectará todo eso a lo que se está hablando aquí? Pues en este contexto presentado, las palabras se crean y existen de otra manera y está claro que, a partir de eso, ya no se puede leer ni escribir igual. No es mejor ni peor, pero es diferente. En la era de la “información” se exige una rapidez de comprensión y de producción tal, que no da tiempo de volver a sembrar el campo ni de que éste madure (cogiendo la metáfora derridiana). Uno es llamado diariamente a renovarse y a renovalo todo, teoría y praxis incluidas. La falta de tiempo hace del tiempo una falta, que, según Ricoeur, no es más que una desviación, un extravío, una relación dañada. Y así salió también dañada mi relación con el trabajo de investigación: el lenguaje ni se neutralizaba ni se expresaba y lo que yo había hecho de mi tiempo volvía a ser un paso intermedio para algo que seguía aún a la espera. Una vez presentada la investigación ante el tribunal me encontré con una criatura que ya no reconocía como mía. De hecho, lo que no reconocía en ella era la voz inscrita que, lejos de ser “la condición de posibilidad de experimentarse el ser uno mismo” (como dice Gabilondo), denotaba solamente premura, embriagamiento de lecturas mal digeridas y el no haber sabido apartar los helechos del camino para que se pudiera ver algo con un mínimo de claridad. Aunque quedaban las intenciones y el anhelo firme de que se abriera esa dimensión existencial que damos a la dimensión lingüística de una vida.
Eso sólo es posible si uno está muy convencido de lo que tiene que decir, si ha encontrado su “cómo” decir aquello que no puede dejar de decir. Cada situación pide un “cómo” particular para cada individuo concreto, por eso que nunca se llegue, por eso la necesidad permanente de una ética que siempre se renueve a sí misma. Hace falta mucha constancia y lucidez para poder hacerlo en un mundo donde no se para de hablar, y no precisamente con un lenguaje que se muestra “como el destello del afuera”, según la expresión de Gabilondo, sino con un lenguaje que se muestra como coraza y lanza a la vez de un afuera sin adentro.

III. El mundo: La creatividad ética

Todo el mundo busca certezas, una pequeña verdad a la cual atenerse y sobre la cual sostenerse. Pero es hora de fijarse menos en la verdad en sí y más en la manera en cómo llegamos a ella, que es lo que determinará la magnitud de sus consecuencias. Esto es posicionarse y obrar éticamente. La ética es esa “forma reflexiva que adopta la libertad”, según Foucault. De hecho, para poder comprender un texto se necesita libertad, también de pensamiento, y liberación de intención alguna sobre el mismo texto.
Vivimos en medio de unos medios de comunicación cargados de ambiguas intenciones y que se han alzado como los nuevos sacerdotes de la verdad haciendo que el viejo dicho de “la verdad es bella” se transmuta por “la belleza es verdad”. El “manager” de la obra, sea el editor, el mecenas, o cualquier otro representante del arte y el pensamiento, es su co-autor porque es el que les da una visibilidad, una forma, pero en el mercado. A partir de aquí tampoco se puede ver ni leer igual. Los medios de comunicación nos dicen qué es importante que sepamos y qué no, la editorial difunde lo que se debe leer y lo que no, la Universidad escoge sus artistas, sus escritores, sus filósofos. Por eso en los trabajos de investigación debe haber un arriesgarse uno mismo y una libertad inicial, es decir, una ética motriz y matriz, antes de la adecuación a la Institución, a la metodología o a la exhaustividad en la bibliografía. Justamente el “cómo”, esta aproximación y formalización del contenido, es lo que se tiene que encontrar durante la investigación, es donde se pone en juego la ética del investigador y donde, a la vez, la creatividad tiene un lugar. Sin ética se habla sólo para uno mismo; sin creatividad lo que sobrevive es la reproducción infinita del mismo gesto, como hacen los medios de comunicación cuando señalan con el dedo “el sol, el sol, el sol”, para que no veamos el sol de verdad ni el problema. Unos transforman el mundo, y otros lo interrogan desde su juicio en esferas completamente separadas. Se tiene que poder transformar el mundo desde ese juicio interrogante, desinteresado, que mira las cosas como le llegan: casi siempre necesitadas. Se tiene que pasar de la palabra-cosa a la palabra-acontecimiento para que esa “realidad Otra” que encierra esa palabra pueda devenir, hacerse presente y para que se dé la posibilidad de comprenderla. La Historia es como una vasija gigante que se ha roto muchas veces y que ha dejado esparcidos por doquier los restos de su fractura. Las obras de arte, tanto como los textos filosóficos y literarios, son signos que nos remiten constantemente a ella y que nos obligan a volver a mirar y a continuar hablando, de nuevo. Esto es obrar éticamente, cuando el “yo” viene después de “eso Otro”, “ése” Otro.
Vivimos en un acelerado circuito meta-textual, quizás ya hyper-textual, donde la experiencia no es de los hechos sino de los que se dice de ellos. Por eso escribir nos desintoxica de esa ebriedad inherente de la vida, nos da un centro. Uno tiene que aprender a escribir y a leer siempre de nuevo y si la memoria ayuda, que sea como un trampolín, no como un barranco donde lo que cae allí se queda varado. Además tiene que existir el efecto de la maravilla y el horror de lo que existe o ha existido, porque sin eso no puede haber esa “creación de sentido y significado” que se pretende en toda investigación. Sin eso, lo ético se reduce a la demagogia y la creación, esto es, la investigación, deviene un extenso “formulario”.
En mi investigación he hablado en pocas páginas y he leído en aún menos tiempo obras escritas a lo largo de años, y aún así sigo reivindicando esta aproximación ética de la estética de las obras. Así es, puesto que lo que uno hace no siempre es lo que espera poder hacer y dar testimonio de ello, de esa imposibilidad (y eso me lo enseñaron esos cuatro autores en sus confesiones), es el inicio del camino para encontrar ese “cómo”, porque al final es ese “cómo” el propio camino. El deseo de hallar una verdad última en las investigaciones, a menudo precipita conclusiones que se alejan gradualmente de la obra/tema como se aleja del cuerpo la célula vista desde un microscopio. Lo que no podemos descuidar es ese “amor a la verdad” que postulaba Nietzsche ni podemos olvidarnos de querer transformar esa verdad “en un principio permanente de acción”, esa conversión que nos enseñó Foucault. La verdad nace del “cómo” nos relacionamos con las cosas y quizás de esto se aprenda más en los meandros de la vida que en algunos rincones de laboratorios y bibliotecas, donde tantas cosas valiosas acaban dormidas y quizás también heridas.
(Febrero-2008)