lunes, 18 de abril de 2011

ESTACIONES FANTASMAS: NO MORIRÁS

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Hay ciertos domingos en los que te paras en la estación de Maçanet-Massanes, como hoy. Maçanet-Massanes es una estación fantasma donde lo único que puedes hacer es estacionar: dentro de la cafetería que regenta una mujer de gesto seco, o afuera, donde el viento sopla con la fiereza de cuando se pasa a la velocidad del rayo por un espacio hueco. La señora deja consumir sus cigarrillos en una de las mesas rojas que adornan el andén, un cigarrillo que se fuma el viento. “Otra vez, si es que yo, pa que enciendo los cigarros si se me consumen solos”, le dice a los trabajadores de aquel micro-cuartel: una mujer que limpia, un señor que mantiene y otro que vigila, como torero sin corrida. Por los altavoces anuncian que no atravesemos las vías, que pasemos por el paso subterráneo. Difícil sería morir atropellado allí, como difícil es que muera uno de los actores en un western una vez se ha parado la escena. Y es que allí no pasa nada, nadie, y cuando un tren llega lo hace con una calma repentina, como un animal prehistórico que viniese andando desde muy lejos hasta el presente para sacarse un poco de la historia. Los cantos de los pájaros se los lleva el fuerte viento, la belleza del lugar se la come la maciza torre de hormigón que sostiene las vías por las que tiene que pasar el tren de alta velocidad. Llega un tren de lento, pero no tan largo, recorrido; la calma del sitio se rompe por un momento, un falso silencio algo enmohecido y ronco se pone en marcha, aparecen los primeros movimientos, que no duran más de un par de minutos, como en una jugada de ajedrez donde lo único que se mueven son los peones, una jugada para no moverse del lugar. Entras en tablas, imposible rematar. El tren se larga y el silencio se vuelve a acristalar.


En tablas se queda la gente mayor después de sufrir una lesión cerebral, en estado casi prenatal, su cerebro ya no puede crear, sólo repetir, a veces con errores, las cuatro palabras: un-dos-tre-bu-ti-fa-rra-de-pa-gès! Una mímesis de las palabras de los otros que es menos que nada, los ojos ausentes y fijos, el “sí” como respuesta única a todo. Si le pides que sonría esboza un gesto cercano a un rictus. Es una muerte a doble banda: ni tú eres tú (puesto que la persona ya no te reconoce) ni ella es ya ella (puesto que no sabe ni conoce). Lo vivido, todo lo anterior, ya se ha ido hecho polvo en otra partida lejana y ahora ambos se tienen que reinventar. Hay muchos sitios donde abuelos como plantas viven a merced de la farmacia y de pagar un sueldo mensual. Si te jubilas a los 67, por lógica te mueres pasados los 90, aunque haga tiempo que algunas partes de tu cuerpo, que tu cabeza, hayan dejado de funcionar. Le aprieto una de las manos a mi abuela y ella responde con el mismo gesto, nos comunicamos con el tacto, sólo de medio cuerpo. Me pregunto qué diferencia hay entre lo vivo que funciona y lo vivo que ha dejado de funcionar, qué quiere decir que alguien piensa, cómo se puede juzgar, cuál es la frecuencia del sentimiento y cómo se puede conocer lo que siente alguien que no expresa nada, cuál es el umbral a partir del cual una sensación se convierte en sentimiento, en afección, y si no estará ella más cercana a lo vivo que otros vivos que viven immersos en su automatismo reincidente y conciente, o no, imposible saberlo. Como en aquella letra de Camarón: “el espejo donde te miras te dirá como tu eres, pero nunca te dirá los pensamientos que tienes”. Nuestra relación es animal: nada de palabras, sólo vibraciones y gestos, contacto, espera. Los cuerpos de todos estos ancianos siguen latiendo, pero como piedras únicas en un desierto immenso, sonando sordomudamente para nadie, ni para ellos, como flotando en un conducto vacuo donde lo único que pueden hacer es martillear, como en aquel versillo de García Lorca: “sin ningún viento hazme caso, ¡gira corazón!¡gira corazón!”.


Vivimos en una sociedad en la que no se nos está permitido poner nuestro punto y final, donde parece imposible poder morir dignamente, estamos médicamente determinados, obligados a aguantar, sea cual sea nuestra voluntad. Hace falta pensar seriamente lo del testamento vital, si no haría falta desarrollarlo un poco más. Decía Epicuro: “Vivir y morir bien son una idéntica cosa para el sabio, el hombre feliz”. Ahora cada vez se ponen más losas en la vida de uno durante el trayecto solar y más funcionarios en el lecho de tu pre-muerte. Señores, déjennos en la soñada paz. Qué es eso de que te seden durante medio día, te duermas en la otra mitad y te levanten con una especie de grúa para el tránsito entre una fase y la otra. Y mientras se produce este desplazamiento está prohibido entrar en la habitación: “hay gente trabajando, se ruega no pasar”, como en las obras. Buscando ser extremadamente morales (No matarás) rozamos la estupidez moral. Los ancianos, como en la canción de Jacques Brel, “ne parlent plus ou alors seulement parfois du bout des yeux”, animales encadenados a su propio cuerpo, aunque ya hayan perdido el aliento, marcando los pasos con su corazón cansado para nunca llegar.


Hay domingos que se parecen a una estación de tren fantasma. Hay hospitales donde se escuchan de lejos los pasos de las enfermeras que dosifican, por el sueldo y algo de buena voluntad, los miligramos que impiden que la gente muera de una vez por todas cuando la vida parece que ya te ha hecho el jaque-mate final. Lo que refulge en el ambiente es una agonía muy formal, sin quejío, la agonía callada de todo lo funcional. El viento ha hecho una única bocanada que va a muchos quilómetros por hora enlazando el hueco de las vías de la estación fantasma, el de los pasillos del hospital por donde sopla el viento como a través de espacios infinitamente abiertos y el de mi amor derecho y mi pasado izquierdo sin los cuales es difícil respirar. Tienes miedo de soltarle la mano y que regrese ese viento tan fuerte que cuando llega te hunde las cuencas de los ojos y te obliga a recordar. Hay domingos en los que sólo existe la mano derecha de mi abuela aprentándome las falanges en presente según su propio compás.