Texto publicado este lunes 24 en el Cultura/s de La Vanguardia. Versión extendida.
LOS NUEVOS RICOS: “DESTROZA EL PASADO, CONTROLA EL
FUTURO”
“La noche es más oscura justo antes del amanecer”
Harvey Dent en El caballero
oscuro: la leyenda renace
En el último
año, las carteleras han dado vida a los nuevos y jóvenes ricos de los que constantemente
nos hablan empresas de servicios de datos como Bloomberg. Han pasado más de
treinta años desde que, a finales de los 80’s, aparecieran los Yuppies (Young
Urban Professionals crecidos en la Ivy League) después del Black Monday de
1987, cuya imagen podemos sintetizar (aunque de una forma un poco macabra) con
el personaje de Patrick de American
Psycho, una novela publicada en 1991 que vería su adaptación
cinematográfica en el 2000. La reestructuración geopolítica global que ha
sufrido el mundo en estos diez últimos años facilita que un chico nacido en
1984 (Mark Zuckerberg) en menos de 5 años se convierta en billonario y cree un
servicio que en este lapso de tiempo consigue 900 millones de usuarios. Pero
también provoca que este mismo chico pueda perder 4.000 millones de dólares en
un día cuando su empresa entra y se desploma en la bolsa. En 1962, Michelangelo
Antonioni ya nos aproximó al frenético y desnaturalizado mundo de la bolsa con
una película cuyo título ilustra la única deriva a la que puede llevar este
negocio basado en la compra y venta de valores: El eclipse. Es en este contexto mercado-técnico en el que se
desarrollan las historias que merecen aquí nuestra atención: El árbol de la vida (Terrence Malick,
2011), Shame (Steve McQueen, 2011), El caballero oscuro: la leyenda renace
(Christopher Nolan, 2012) y Cosmopolis
(David Cronenberg, 2012). ¿Qué imagen nos dan estos relatos de estos “nuevos y
jóvenes ricos” en la era del capitalismo financiero y del mundo con el que
juegan?
Ser o no ser
A los 30 ya lo
tienen todo, suben más rápido, la caída es directamente proporcional, no tienen
más motivaciones que las de ganar sumas astronómicas de dinero, en una
traducción matemática de las cosas sin igual, donde las mercancías son merasabstracciones,
donde la alienación con respecto a lo matérico es un punto de partida; sufren
de carencias afectivas, tienen más dinero que experiencia a sus espaldas, la
cristalización de la vida y de la psyché es un hecho; para ellos, el presente
no existe, sólo existe el futuro. Ya no miran a la cosas desde esa mirada
vertical de los yuppies de los 90’s, sino que su mirada es omnidireccional,
como el ojo del gran hermano, es el resultado de controlar los flujos de los
mercados, los números que predicen y las redes que trafican a cada nanosegundo
millones de bytes de fresca información, pero esta omnidireccionalidad es el
desplazamiento metafórico de su vértigo existencial. Viven como un ojo omnímodo
que todo lo ve pero que no puede verse a si mismo y, donde no existe un cuerpo,
no hay posibilidad de alma. Son pura racionalidad, pero el pasado biológico les
asalta como un animal depravador y les genera miedo, miedo a morir, a dejar de
ser, quieren expulsar de ellos lo que les queda de humano, pero es lo único que
les falta por conseguir: el sentirse vivos. Saben, como dicen en el El árbol de la vida, que “si no sabes amar, tu vida pasará como un
destello”, pero son incapaces de ello. Bruce Wayne, el protagonista de la
saga de Batman dirigida por Nolan
interpretado por Christian Bale, es un mega-millonario que se dedica a
construir armas letales, especular con los mercados, vender tecnología de
satélite espía al gobierno de los Estados Unidos y que, como dice Slavoj Zizek,
“sólo puede salvarse resucitando el
arquetipo dickesiano del buen capitalista que se compromete a través de las
obras de caridad". Pero para salvarse de verdad, necesita ponerse de
noche una máscara, vivir en la sombra, y todo para regresar a lo vivo, a la vez
que para acallar los traumas del pasado que le han convertido en este
“caballero oscuro” que se convierte en héroe anónimo en una especie de
pseudomística de la autosuperación, siempre personal. El amor será su punto de
fuga carcelario, su talón de aquiles, el espejo en donde se reflejará su
incapacidad de ser un poco humano.
Eric, el protagonista de Cosmópolis
interpretado por Robert Pattinson, dirige Packer Capital, que se dedica, como
dice su novia, “a adquirir información y
a convertirla en algo tremendo y espantoso”. Eric tiene una capacidad visionaria
para ver hacia donde van los mercados, su conocimiento sobre las cosas es
enciclopédico, casi inhumano, sus dones, como le dice el personaje de Benno,
son la enorme ambición, el menosprecio, la ausencia de remordimientos y un frío
cálculo permanente. Compra arte para sentirse vivo, pero no porque se trate de
un Rothko, sino por el hecho de que valga mucho dinero, los poemas sirven para
hacerle consciente de su respiración; se casa por dinero y se siente atraído
por mujeres inteligentes pero que tengan alguna fisura por donde entrever una
debilidad mortal. Rodeado siempre de números, de predicciones, de lo abstracto,
custodiado constantemente por guardaespaldas, su obsesión (y su temor máximo)
es la muerte, salir de la limusina sin nada y exponerse al caos y a sus
relucientes y tormentosas entrañas. No se parará hasta que no consiga ver cómo
palpitan esas entrañas, como le late el corazón de pura muerte. El personaje de
Shame, Brandon, interpretado por
Michael Fassbender, es un ejecutivo de publicidad que vive para el éxito y que
ha sustituído el amor por el sexo compulsivo. Su impecable imagen es
inversamente proporcional a las perversiones sexuales que necesita para
sentirse vivo. Su rotativa cotidianidad se convertirá en un infierno con la
aparición de su hermana Sissy que, con sus intentos de suicidio, le recordarán
constantemente a Brandon que la vida no es un control, sino el rezumbar que
deja el tren cuando llega y sale de una estación cualquiera. El personaje de
Jack (Sean Penn) en el Árbol de la vida
es un alto ejecutivo completamente perturbado por su pasado, por la figura de
un padre autoritario y una madre que emana bondad por los poros. Las paredes de
su acristalada torre donde se refugia, no consiguen aislar el dolor frente a la
pérdida de su hermano, la muerte amenaza como un cuchillo y se filtra por todas
partes, más allá del cristal, del acero, de la decoración high-class que le
rodea. Frente a estos personajes, están lo que María Zambrano llamaba, “los
hombres subterráneos”, que, como decía, “sueñan
con hijos, con hermanos (…) Son muertos vivos (…) Son las entrañas que quieren
vivir como tales entrañas, el corazón que no quiere ser asimilado por la razón
o disuelto por ella (…) criaturas demasiado llenas de realidad y de realidades
de un mundo que les ha inculcado una creencia que no les permite acogerlas”.
Estos personajes son la antítesis de los protagonistas y vienen representados
por Bale (El caballero oscuro), la hermana (Shame), Benno (Cosmopolis) y la
madre (El árbol de la vida), entrañados todos en un mundo hecho de cristal en
el que, como decía Benjamin en el texto sobre Scheerbart, sobre él nada se
aferra: “Un material frío y
sobrio, también. Las cosas en vidrio no tienen ‘aura”.
El palacio de cristal frente al mundo
Los mega-millonarios
viven en sus “palacios de cristal” (verticales, como los de Batman, Shame o El árbol de la vida) y horizontales (como la limusina de Cosmópolis) que conducen, como decía
Slotedijk, a la “total cristalización de
las condiciones de vida, una generalización normativa del tedio”. Frente a
esto está el caos y la mugre de las calles de Gotham, de la Batcueva, de las
cloacas en donde Bane organiza la revolución como ratas, las ratas de Cosmópolis que capitanean la revuelta
popular en calles insalubres, los tugurios nocturnos donde moran otras sombras
para el deseo en Shame. Pero el
auténtico palacio de estos mega-ricos es intangible, corre por los sistemas
informáticos (convenientemente protegidos), por las subidas y bajadas de los
valores en bolsa, por la información. Como en Matrix, el mundo se ha vuelto una inversión de la caverna
platónica, un cartesianismo extremo (“cuando
muriese, él no se acabaría, lo que se acabaría sería el mundo”, Cosmópolis) y las sombras han suplantado
a las cosas en un pérfido ejercicio de usurpación de identidad, e incluso de
existencia. Como dicen en Cosmópolis,
el dinero para ellos ha perdido el valor narrativo, la riqueza es riqueza en si
misma, ya no se gana para comprar tiempo personal, sino que el control sobre el
tiempo hizo que los hombres dejaran de mirar a la eternidad para centrarse en
el segundo y perfeccionar el nivel productivo, reduciendo la calidad de la vida
humana: ahora el tiempo es un activo corporativo. Por eso mismo estos hombres
no duermen, por eso en el caso más extremo, el de Cosmopolis, a Eric le da igual tener un piso de 48 habitaciones, no
saber distinguir la limusina de la oficina; el palacio de antaño se ha
devaluado, la palabra rascacielos (como dice él mismo) es obsoleta,
actualizando aquellas vaticinadoras palabras del hombre del subsuelo de
Dostoievsky: “El hombre se desvive por
construir y por abrir caminos, eso no tiene vuelta de hoja. ¿Pero por qué ama
también la destrucción y el caos? (…) Quizá sólo le guste construir el
edificio, no habitarlo. Quizá la única meta que persiga el hombre (…) consista
en la vida misma y no realmente en la meta, la que, por supuesto, será algo así
como “dos y dos son cuatro, o sea, una fórmula; pero dos y dos son cuatro no es
vida, señores, sino el comienzo de la muerte”. Esos nuevos ricos, desde sus
peceras, creen en el 2+2=cuatro, y construyen sin querer habitar los edificios
o materializar los actos. El mundo, para ellos, será siempre lo Otro, un doble,
como si el resultado de sus acciones no repercutiera en la gente, como si las
crisis no fueran el conato del sistema capitalista financiero que han creado
(cuando es su inevitable protagonista). No quieren sufrir, para no ser
conscientes de las repercusiones funestas de sus actos sobre el mundo, para no
ver que el caos empieza en estos cálculos de váluas que realizan cada segundo,
y el sufrimiento es, como decía Dostoievsky, la única causa agente de la
conciencia, siendo ésta la única causa agente de la transformación social. El
mundo de los antagonistas está formado por las personas, por las relaciones
humanas (“En el mundo no hay más que la
otra gente”, Benno), aunque los millonarios de estos films siempre asocien
a la masa con el delirio, el caos, la rebeldía, lo impredecible. La tecnología
puesta al servicio del capitalismo ha convertido las cosas y los hechos en
“indudables”, en “inevitables”, incluso ha convertido el “futuro” en una idea y
en un argumento para justificar la carnicería del presente. Lo que todos estos
“nuevos ricos” han perdido es el significado de estar vivos, su lugar en el
mundo; su forma de superarlo: convertir el mundo en una partida de cálculos,
pero la muerte es lo único de lo que no se puede tener duda, que no se puede calcular
y que hace que nos planteemos la vida como algo más que una operación de
riesgo.
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