sábado, 16 de mayo de 2015

TOKIO 2015

Es como si nunca hubiera estado en Tokio, aunque haya pasado ocho días allí entre 9 millones de habitantes. He vivido en un barrio de oficinas y trabajadores, aunque decir “japonés” y “trabajador” es pura redundancia. Me he pasado los días viendo programas de la televisión pública de todo el mundo, he hablado en inglés, francés, castellano, catalán, pero no en japonés. He dicho y me han dicho las palabras-comodín en todos estos idiomas, como una forma primaria de entablar conversación con desconocidos en un marco-jaula (el de una Muestra-Conferencia) del cual no te puedes escapar. En la Muestra, excepto los japoneses, nadie hablaba japonés, de la misma forma que los japoneses tampoco hablaban otro idioma que no fuera el suyo, exceptuando algunos trabajadores de la NHK. En Japón uno está completamente “lost in translation”, como apuntaba bien la película. Por eso para los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 han inventado unas gafas inteligentes creadas por el operador móvil NTT Docomo que serán capaces de traducir el japonés a cualquier idioma.



En Japón uno percibe que se puede vivir en un mundo globalizado y conservar los rasgos culturales propios, aunque no he visto nada del “Tokio” de Ozu y sus cuentos, quizás su valor yazca en su saber esconderse de los ojos de turistas como nosotros. Tokio es una ciudad de excesos y contrastes, uno apenas tiene acceso a lo tradicional y lo contemporáneo de su cultura, la distancia secular y geográfica con la vieja Europa es afilada como los cuchillos japoneses, ponen vallas, también cognitivas. Pero como en todo, es cuestión de meterse, de adentrarse, de ir más allá del registro ocular. Si en todo el mundo las iglesias son sitios de peregrinación instagramática del turista de calcetín y tarjeta de crédito, aquí los templos budistas son para los practicantes. Vimos desde fuera una ceremonia de una boda, había diez asistentes, todo ritualizado con prístina sobriedad. Ni se nos ocurrió meternos. Quizás también porque en Tokio hay pocos turistas, pero aún así no llamamos la atención (bueno, desde fuera), nadie nos miraba por encima de sus mascarillas blancas, como si mirarse a los ojos fuera signo de algún tipo de provocación o de falta de respeto. Bastante gente llevaba las mascarillas blanca, y una imagina que no es sólo por la polución, una entrevé su hipocondría, su paranoia postnuclear (Hiroshima-Nagasaky, Fukushima…), el temor a las armas biológicas, víricas, quizás el temor “mortal” a enfermar y perderse un día de trabajo. Los pocos turistas que vimos fueron en el immenso templo budista de Asakusa, el Kaminarimon, templo cerrado a las visitas, abierto a las plegarias.


Los baños de Tokio, todos, son impecables, además tienen una serie de mandos con varias opciones, son auténticas naves espaciales para una perfecta higiene “culinaria”. El transporte público es barato y en él ondean masas perfectamente alineadas, como las bandadas de pájaros que recorren quilómetros juntos sin chocarse. Hay un inframundo en las estaciones, sólo en la estación de Shinjuku, tres millones diarios de tokiotas transitan sus pasillos equipados con una gran variedad de servicios, entre ellos, unas máquinas para limpiarte las gafas. En las calles no se puede fumar, pero en cambio los restaurantes y los bares tienen zonas de fumadores y de no fumadores. Conducen por la derecha; todo tiene una lógica distinta a la nuestra. Distancias: claudicas, asumes, eres un extranjero en su casa, y lo sabes, y lo saben.

Por una parte los japoneses conservan rasgos de su tradición guerrera y militar, se nota en su forma de saludarse, agachando la cabeza, con un protocolo que indica cómo y cuánto te tienes que agachar en función de tu interlocutor; hay algo de respeto (sin tacto, ergo sin afecto), también de sumisión. Si rompes alguna de sus normas los sacas de sus casillas, se agobian y explotan salpicando entre furia y desorientación. La tradición guerrera y militar también se nota en el orden inmaculado de sus calles, de sus colas, de sus interminables colas para todo. El orden incluso lo practican los sin techo que hay en la ciudad: construyen sus casas callejeras con cartones y dentro tienen de todo, como una micro-casa, todo sumamente bien puesto. Fuera de la micro-casa tienen sus carros con las cosas que recogen, todo puntillísticamente bien amontonado. Su tradición también se nota en su silencio: es la ciudad más silenciosa a pesar de sus enormes dimensiones. Y se nota en su seguridad: la ciudad más segura del mundo, no gracias a ninguna fuerza de orden, sino a una especie de deber personal, de respeto interpersonal. A pesar de todo ello, hay algo de naivité en su comportamiento, una cierta infantilización del gesto. Y hay algo de siniestro en este silencio que, como un manto envenenado, lo cubre todo.



La sociedad japonesa es extremadamente competitiva en el terreno laboral. Los japoneses están organizados en micro-tareas muy específicas, crean muchos puestos de trabajo, pero para hacer cosas muy menudas y durante muchas horas. Cuesta mucho ascender en el terreno laboral, salirse de la función que te han dictado. Me cuenta una amiga que aquí funciona el “crimen y castigo” de forma normativa, es decir, que ser castigado y oprimido por poco forma parte rutinaria de tu trabajo. ¿Por qué no se los ve alienados en esa asfixiante cadena trófica? Lo sufren por dentro, como lo sufre el protagonista de “Sonata de Tokio” de Kiyoshi Kurosawa. Quizás todo ello se explica con el hecho que la primera causa de muerte de los japoneses es el suicidio y que éste ha aumentado muy significativamente entre los jóvenes de veinte años; lo contaba un programa japonés que se pasó en la muestra. La tercera causa de muerte es el cáncer de estómago, algo muy vinculado con el estrés y el alcohol. Para los tokiotas el trabajo, bajo estas duras condiciones, lo es todo,  de ahí que la parte “ociosa” de su vida sea también muy extrema. Para los hombres el alcohol es una escapatoria directa. Los jóvenes se agrupan en edificios monotemáticos donde juegan a los videojuegos, cantan al karaoke y otras distracciones; en las pantallas que decoran las grandes catedrales para el ocio abundan los anuncios de grupos de música de metal, con sus caras pintadas a lo Kiss, con sus melenas desbocadas, algo realmente complicado para un japonés: tener melena, desmelenarse. 


Los adultos pueden ir a los barrios rojos, como el que vimos en Kabukicho. La prostitución es frecuente en una sociedad que, como me dijo la amiga, no se casa por amor, sino por deber, porque no estar casado a cierta edad es juzgado como pernicioso. Es una sociedad de gente demasiado sola que necesita ir a bares de chicas disfrazadas de jóvenes escolares para que les hagan compañía, les rían las gracias y les den cariño, sin contacto. Hay algo de incestuoso en la obsesión de los japoneses con las niñas jóvenes escolares. Las mujeres juegan un papel secundario en la sociedad japonesa; si la mayoría de los japoneses son abnegados, ellas son la reabnegación. Chicas con trajes y tacones, pálidas bajo sus paraguas para no manchar su blanca piel en los barrios de más estatus, chicas vestidas con lacitos y uniforme escolar invitando en la calle a los chicos a entrar en los bares del cariño y la conversación en los barrios más populares. En este contexto de chicas en permanente auto-abandono para chicos secuestrados por su tristeza algo de ternura se filtrará, deseo imaginar. La soledad del corredor de fondo en las calles hipertransitadas de la ciudad es literal en Tokio. Puertas adentro, en los locales, en las casas, es donde la vida cobra otro matiz, otra realidad; puertas inaccesibles a nuestros ojos; como no haber estado en Tokio.


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