Es como si nunca hubiera estado en Tokio, aunque haya pasado ocho días
allí entre 9 millones de habitantes. He vivido en un barrio de oficinas y
trabajadores, aunque decir “japonés” y “trabajador” es pura redundancia. Me he
pasado los días viendo programas de la televisión pública de todo el mundo, he
hablado en inglés, francés, castellano, catalán, pero no en japonés. He dicho y
me han dicho las palabras-comodín en todos estos idiomas, como una forma
primaria de entablar conversación con desconocidos en un marco-jaula (el de una
Muestra-Conferencia) del cual no te puedes escapar. En la Muestra, excepto los
japoneses, nadie hablaba japonés, de la misma forma que los japoneses tampoco
hablaban otro idioma que no fuera el suyo, exceptuando algunos trabajadores de
la NHK. En Japón uno está completamente “lost in translation”, como apuntaba
bien la película. Por eso para los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 han inventado
unas gafas inteligentes creadas por el operador móvil NTT Docomo que serán
capaces de traducir el japonés a cualquier idioma.
En Japón uno percibe que se puede vivir en un mundo globalizado y
conservar los rasgos culturales propios, aunque no he visto nada del “Tokio”
de Ozu y sus cuentos, quizás su valor yazca en su saber esconderse de los ojos de turistas
como nosotros. Tokio es una ciudad de excesos y contrastes, uno apenas tiene
acceso a lo tradicional y lo contemporáneo de su cultura, la distancia secular
y geográfica con la vieja Europa es afilada como los cuchillos japoneses, ponen
vallas, también cognitivas. Pero como en todo, es cuestión de meterse, de
adentrarse, de ir más allá del registro ocular. Si en todo el mundo las
iglesias son sitios de peregrinación instagramática del turista de calcetín y
tarjeta de crédito, aquí los templos budistas son para los practicantes. Vimos
desde fuera una ceremonia de una boda, había diez asistentes, todo ritualizado
con prístina sobriedad. Ni se nos ocurrió meternos. Quizás también porque en
Tokio hay pocos turistas, pero aún así no llamamos la atención (bueno, desde fuera), nadie nos miraba por encima de sus mascarillas blancas, como si mirarse
a los ojos fuera signo de algún tipo de provocación o de falta de respeto. Bastante
gente llevaba las mascarillas blanca, y una imagina que no es sólo por la
polución, una entrevé su hipocondría, su paranoia postnuclear
(Hiroshima-Nagasaky, Fukushima…), el temor a las armas biológicas, víricas,
quizás el temor “mortal” a enfermar y perderse un día de trabajo. Los pocos
turistas que vimos fueron en el immenso templo budista de Asakusa, el
Kaminarimon, templo cerrado a las visitas, abierto a las plegarias.
Los baños de Tokio, todos, son impecables, además tienen una serie de
mandos con varias opciones, son auténticas naves espaciales para una perfecta
higiene “culinaria”. El transporte público es barato y en él ondean masas
perfectamente alineadas, como las bandadas de pájaros que recorren quilómetros
juntos sin chocarse. Hay un inframundo en las estaciones, sólo en la estación
de Shinjuku, tres millones diarios de tokiotas transitan sus pasillos equipados
con una gran variedad de servicios, entre ellos, unas máquinas para limpiarte
las gafas. En las calles no se puede fumar, pero en cambio los restaurantes y
los bares tienen zonas de fumadores y de no fumadores. Conducen por la derecha;
todo tiene una lógica distinta a la nuestra. Distancias: claudicas, asumes,
eres un extranjero en su casa, y lo sabes, y lo saben.
Por una parte los japoneses conservan rasgos de su tradición guerrera y
militar, se nota en su forma de saludarse, agachando la cabeza, con un
protocolo que indica cómo y cuánto te tienes que agachar en función de tu
interlocutor; hay algo de respeto (sin tacto, ergo sin afecto), también de
sumisión. Si rompes alguna de sus normas los sacas de sus casillas, se agobian y explotan salpicando entre furia y desorientación. La tradición guerrera y
militar también se nota en el orden inmaculado de sus calles, de sus colas, de
sus interminables colas para todo. El orden incluso lo practican los sin techo
que hay en la ciudad: construyen sus casas callejeras con cartones y dentro
tienen de todo, como una micro-casa, todo sumamente bien puesto. Fuera de la
micro-casa tienen sus carros con las cosas que recogen, todo puntillísticamente
bien amontonado. Su tradición también se nota en su silencio: es la ciudad más
silenciosa a pesar de sus enormes dimensiones. Y se nota
en su seguridad: la ciudad más segura del mundo, no gracias a ninguna fuerza de
orden, sino a una especie de deber personal, de respeto interpersonal. A pesar
de todo ello, hay algo de naivité en su comportamiento, una cierta
infantilización del gesto. Y hay algo de siniestro en este silencio que, como
un manto envenenado, lo cubre todo.
La sociedad japonesa es extremadamente competitiva en el terreno
laboral. Los japoneses están organizados en micro-tareas muy específicas, crean
muchos puestos de trabajo, pero para hacer cosas muy menudas y durante muchas
horas. Cuesta mucho ascender en el terreno laboral, salirse de la función que
te han dictado. Me cuenta una amiga que aquí funciona el “crimen y castigo” de
forma normativa, es decir, que ser castigado y oprimido por poco forma parte
rutinaria de tu trabajo. ¿Por qué no se los ve alienados en esa asfixiante
cadena trófica? Lo sufren por dentro, como lo sufre el protagonista de “Sonata
de Tokio” de Kiyoshi Kurosawa. Quizás todo ello se explica con el hecho que la
primera causa de muerte de los japoneses es el suicidio y que éste ha aumentado
muy significativamente entre los jóvenes de veinte años; lo contaba un programa
japonés que se pasó en la muestra. La tercera causa de muerte es el cáncer de
estómago, algo muy vinculado con el estrés y el alcohol. Para los tokiotas el
trabajo, bajo estas duras condiciones, lo es todo, de ahí que la parte “ociosa” de su vida sea también muy
extrema. Para los hombres el alcohol es una escapatoria directa. Los jóvenes se
agrupan en edificios monotemáticos donde juegan a los videojuegos, cantan al
karaoke y otras distracciones; en las pantallas que decoran las grandes
catedrales para el ocio abundan los anuncios de grupos de música de metal, con
sus caras pintadas a lo Kiss, con sus melenas desbocadas, algo realmente
complicado para un japonés: tener melena, desmelenarse.
Los adultos pueden ir a
los barrios rojos, como el que vimos en Kabukicho. La prostitución es frecuente
en una sociedad que, como me dijo la amiga, no se casa por amor, sino por deber,
porque no estar casado a cierta edad es juzgado como pernicioso. Es
una sociedad de gente demasiado sola que necesita ir a bares de chicas
disfrazadas de jóvenes escolares para que les hagan compañía, les rían las
gracias y les den cariño, sin contacto. Hay algo de incestuoso en la obsesión
de los japoneses con las niñas jóvenes escolares. Las mujeres juegan un papel
secundario en la sociedad japonesa; si la mayoría de los japoneses son
abnegados, ellas son la reabnegación. Chicas con trajes y tacones, pálidas bajo
sus paraguas para no manchar su blanca piel en los barrios de más estatus,
chicas vestidas con lacitos y uniforme escolar invitando en la calle a los
chicos a entrar en los bares del cariño y la conversación en los barrios más
populares. En este contexto de chicas en permanente auto-abandono para chicos
secuestrados por su tristeza algo de ternura se filtrará, deseo imaginar. La
soledad del corredor de fondo en las calles hipertransitadas de la ciudad es
literal en Tokio. Puertas adentro, en los locales, en las casas, es donde la
vida cobra otro matiz, otra realidad; puertas inaccesibles a nuestros ojos;
como no haber estado en Tokio.
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