A pesar de tener un alud incontable de información a nuestro alcance, la realidad es que cada vez cuesta más saber algo a ciencia cierta. La incertidumbre no es lo mismo que la ignorancia, de hecho, la gente tiene grandes ansias de saber, pero de maneras muy diferentes: para encontrar fundamentos, por el placer de conocer, para mejorar el modelo social, para crear mercados y extraer el máximo de beneficio o para alimentar la competición del infocapitalismo actual donde quien domina los datos, el comentario o la primicia, alcanza un poder singular en la esfera pública mediática, como si la información hubiera tomado el relevo a los antiguos “secretos” (religiosos, cortesanos, de estado), la marca del estatus social. Lewis Mumford, en El mito y la máquina, nos dice que «reunir, recolectar y acumular son operaciones que van de la mano y algunas de las cavernas más antiguas dan fe que los hombres primitivos acumularon algo cosa más que comestibles y cadáveres». Entonces como ahora, acumulamos información, datos, big data, somos el conjunto de esos datos.
La crisis del coronavirus ha aumentado la incertidumbre a muchos niveles. Como no sabemos qué pasará, los responsables políticos trabajan en «diferentes escenarios». Esta nomenclatura nos acerca más al espectáculo, al simulacro y a la prospectiva, que a los hechos. Prevalece lo que Kierkegaard denominaba la comunicación del poder frente a la comunicación del saber. Los ciudadanos no tenemos acceso a estas escenas de imaginación política que –presuponemos- van desde el mal menor hasta el desastre absoluto. Para paliar la experiencia de esta incertidumbre alimentada por el propio confinamiento, nos lanzamos a ciegas a la recolección de datos mientras estamos pendientes de la curva de crecimiento y de la llegada mesiánica del pico de contagio. Actualizamos las interfaces como un acto de fe y de desesperación a partes iguales.
El irrealismo de un escenario mediático mundializado
Antes de la crisis no teníamos muchas más certezas, pero era como ir en un tren en marcha desde el que el mundo se veía más difuminado. Vivíamos cerca del irrealismo definido desde la filosofía por Nelson Goodman, en un mundo hecho de versiones donde, seguramente, ninguna de ellas acababa coincidiendo del todo. Este irrealismo, hoy en día, lo expanden las grandes empresas del capitalismo de plataforma que lideran los «mercados sociales» (Google, Netflix, AirBNB, Facebook, Amazon, Uber…), que fundan su valor en el efecto de red (el número de usuarios) y en el hecho de que los usuarios pueden escoger en medio de un dispensario ilimitado de productos como en un Edén digital, es decir, en el poder de la decisión. Otorgan poderes precarios que tienen más que ver en cómo se relacionan los algoritmos y el consumo (también de información) que en nuestra posibilidad de escoger.El documentalista Adam Curtis, en su último documental denominó «hipernormalización» al mundo falso que gobiernos, entidades financieras y tecnólogos fueron creando desde los años setenta. El término deriva del libro de Alexei Yurchak Everything was Forever, Until it was No More: The Last Soviet Generation (2006), sobre el último periodo comunista antes del colapso cuando todo el mundo sabía que el sistema se estaba cayendo, pero nadie podía imaginar una alternativa hasta que la mentira se hizo sistémica. Las farmacéuticas, los medios de comunicación y las redes sociales han ayudado a afianzar este «irrealismo hipernormal». Con la crisis del coronavirus y el confinamiento de millones de personas, la incertidumbre se ha instalado en el corazón del irrealismo.
Desinformación mediática, redes y distancia social
Con el confinamiento ha crecido exageradamente el consumo mediático. Se han impuesto la televisión online, los podcasts, el VoD, el gaming online, las videollamadas, la mensajería móvil y el comercio electrónico. Debido a esta situación de emergencia, los programas informativos y de actualidad han sido, prácticamente, monotemáticos, provocando una desinformación por sobreinformación, lo que Pierre Bourdieu llamaba «ocultar mostrando». El hecho de que el conflicto sea irrepresentable y se delegue a los datos como único indicador ha aumentado la sensación de irrealismo. Las imágenes que lo han visualizado han sido comparecencias públicas de políticos, las calles vacías de las ciudades, las fachadas de hospitales y las imágenes amateurs de performances online y de balcones. Cuánto más énfasis han dado los políticos a la «disciplina social» y a los eslóganes de campaña, más abstractos y teatrales se ha mostrado el poder y más abandonada se ha sentido la gente, que ha certificado que venía de antiguo la distancia social con respecto a la clase política.Las redes sociales han sido una de las ventanas digitales que la gente ha escogido para informarse. Como medio de propagación que facilita la creación y difusión de contenidos, las redes son un espacio idóneo para las fake news y, en época de crisis, todavía más, de aquí que medios como Whatsapp hayan limitado la función de reenviar mensajes. Más que promover la incertidumbre, alimentan la confusión. La paradoja de las redes sociales es que lo que las hace adictivas, según Adam Alter, es el carácter imprevisible de la respuesta de la gente; pero, en realidad, son espacios donde los algoritmos calculan cada interacción, cada gratificación, aplicando la ingeniería social al diseño de la interfaz de cada usuario a partir de un sofisticado sistema de recolección e interpretación de datos, de sugerencias y recompensas. A eso tenemos que sumar el hecho de que en estos espacios la adopción de un rol determinado es casi inevitable, incluso se han generado roles de confinamiento que primero se basaban en compartir los miedos y los anhelos ante un problema común, después las creaciones y las tareas domésticas, a continuación los escarnios y, finalmente, el cinismo y la propaganda se ha reinstalado de nuevo.
Este «conductismo 2.0» que Shoshana Zuboff denomina «datos del comportamiento» (behavioural data) y en la la tecnología se pone al servicio de la manipulación cognitiva, afectiva y social, materializa la idea de que las redes sociales son un espacio que se basa más en la distancia social que en las relaciones transformadoras o el compromiso. No hay componente azaroso o imprevisible en estos sistemas que hacen negocio con los afectos y la opinión y que fomentan la polarización de los discursos y las opiniones extremistas porque son las más rentables. Las redes aumentan la experiencia de incertidumbre, de hecho viven de ella, es el resultado de los condicionamientos operantes que estructuran la interfaz. La situación es muy parecida a la de una emboscada voluntaria, a la de un auto-meta-confinamiento. La incertidumbre se convierte, entonces, en un nuevo naturalismo.
Corona apps: trust us!
La tecnología, junto con el confinamiento y los cuidados, se ha impuesto como la herramienta más útil para gestionar la pandemia. El modelo ha sido China, con su sistema de apps de rastreo online para detectar contactos próximos y así saber si hay riesgo de contagio. En España, el 27 de marzo se aprobó la DataCovid-19, que permite rastrear 40 millones de móviles con la colaboración de Telefónica, Vodafone y Orange. El jueves 16 de marzo se conocieron los primeros resultados: el 85% de los ciudadanos no se ha movido de su zona de residencia.Ahora que ya tenemos una vigilancia a tiempo real a través de la geolocalización, drones públicos sobrevolando las zonas rurales y lo que se ha popularizado como «policías de balcón», es decir, la vigilancia ciudadana, ahora que el Estado nos pide que confiemos con ellos mientras siembran la desconfianza a través de naturalizar la vigilancia masiva, ¿cuáles serán los límites de la libertad de pensamiento, de expresión y de movimiento? ¿Y el sentido de la responsabilidad? ¿Quedarán subyugados al mandato oficial o se volverá a la tradición moderna donde el individuo asume el peso y el gozo de una responsabilidad individual al servicio del bien común? ¿Qué diálogo se establecerá entre los certeros datos que recolectan el estado y las grandes empresas TIC y la incertidumbre generalizada? ¿Qué retorno social habrá de este seguimiento y como se hará? ¿Qué fundamentos democráticos se pueden construir a partir de eso? ¿Nos conformaremos con disimular esta situación con el orgullo ciudadano de un callenge oficialista o evitaremos la normalización de uno rutinario «vigilar y castigar»?
La muerte diferida
La máxima expresión de incertidumbre y vulnerabilidad la encarna el hecho de que el coronavirus haya hecho imposible despedirnos de los muertos si no es por la vía telemática y en entierros sin ceremonias con un máximo de tres asistentes y separados entre ellos. Debe ser la primera vez que se da una situación así en un contexto no bélico. Alguien que no se puede enterrar no acaba de morir nunca del todo. La muerte diferida nos sitúa en un escenario de virtualidad absoluta, de consideración de la incertidumbre como fundamento ontológico. La evidencia de que todos mueren era una de las pocas certezas interclasistas que el individuo tenía, certeza y consuelo. Este diferimiento interrumpe el momento de culminación de una experiencia de vida, tanto para el que se marcha, como por los que permanecen; genera una suspensión intranquila que, incluso, nos impide la desesperación, ya que incide en el irrealismo y el simulacro, como en una versión premium de la vida donde nada puede acabar mal, porque no acabando, la vida tampoco empieza.La incertidumbre podemos entenderla como una incógnita, como una apertura, un espacio de posibilidades. Pero si sólo es una pausa temporal para que expertos internacionales determinen nuestro destino colectivo (en Italia Conte ha contratado a un de los ex CEO de Vodafone para que proceda a la «reconstrucción nacional»), si no hay futuro al margen de la ingeniería económico-política y los escenarios que diseñen asesores financieros y tecnólogos sociópatas, entonces, la incertidumbre puede dar paso a la depresión social o a otra cosa que todavía desconocemos.
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