(VERSIÓ CASTELLANA)
Publicado en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia.
Aquí los textos de los 6 episodios escritos por Fèlix Pérez-Hita, Andrés Hispano, Raul Minchinela, Eulàlia Iglesias, Jordi Balló y una servidora.
El s2e2 de Black Mirror empieza con la chica
protagonista en un comedor con síntomas de haber sido apaleada; cuando sale a
la calle (vacía como un plató a la hora de las reposiciones), la gente desde
sus casas la va filmando con sus móviles, como fotografiaron y grabaron R.
Ulmar Abbasi y otros ciudadanos a Ki Suk Han mientras intentaba salir, en vano,
de la vía del metro de Nueva York donde había caído fruto de una discusión y
donde sería atropellado el 5 de diciembre del 2012. Sin saber nada, más allá de
flashes que le van viniendo a la mente, gente extraña empezará a perseguirla.
Una muchacha la ayuda diciéndole que “los otros” que filman han sido víctimas
de las “emisiones” y que tiene que llegar hasta el “Oso Blanco”. Lo que la protagonista
no se imagina es que el punto final de la persecución, el salvador “Oso
Blanco”, es un plató donde ella será exhibida cual presa de caza para
recordarle que un día secuestró y mató a una niña, y ese será su castigo: cada
día será víctima de una persecución suicida que contará con la complicidad de
los ciudadanos que, con sus grabaciones, convertirán la ciudad en un plató
gigante y a ella en la protagonista de un reality-ultraviolent-show. Desde las
casas la gente podrá seguir el “castigo” en streaming a tiempo real. Cuando
baje el telón, de noche, unas descargas lobotómicas convertirán su memoria en
un lienzo en blanco para que el guión del día después pueda desarrollarse de
nuevo de la misma forma. El castigo que los dioses inflingieron a Tántalo,
Prometeo y Sísifo, se traslada ahora a esta mujer que verá como su vida es una
eterna repetición de un solo gesto: el mismo gesto violento que ella aplicó,
pero dado al espectáculo, en carne viva, una muerte sin muerte y a cuenta gotas
para el share de la moral pública. El culpable, sólo un ”eslabón entre la Ley y
el audímetro”, será desterrado a su propia casa, a revivir el momento trágico
ad infinitum. La persecución macabra a modo de simulación perversa nos remite a
ficciones como La naranja mecánica
(Kubrick), Funny Games (Haneke), Punishment Park (Watkins) o el videoclip
de M.I.A. realizado por Romain Costa-Gavras Born
Free: en estas ficciones la tortura bajo guión se convierte en arma de
divertimento, como hemos visto también, de forma más espontánea –y quizás por
eso más desoladora- en las grabaciones amateurs de soldados torturando a sus
rehenes en Abu Ghraib (ver Standard
Operating Procedure de Morris) o los jugueteos con los cadáveres de Gadafi
o Hussein). La ciudad, como en El Show de
Truman, es el escenario perfecto y la gente, gracias a la tecnología móvil,
se han convertido en co-autores de la maléfica criatura, del licuado Leviatán;
los ciudadanos, devenidos unidades móviles que a través de un sentimiento que
mezcla la excitación de la gamification (la vida convertida en un juego
constante) y la satisfacción de “cumplir con la ley”, permitirán que el juego
(esto es, el castigo), continúe. En la actualidad, desde las Google Glasses al
CityScan (un mapeador de ciudades que permite identificar hasta un objeto de
dos centímetros), la distopía que actualiza el mandato foucaultiano de “vigilar
y castigar” puede realizarse sin interrupción. Hay mucha gente sea feliz
cumpliendo con el dictamen del Gran Hermano, haciendo de su vida un producto de
control remoto (una vida geolocalizada). La vida, “como inmensa acumulación de
espectáculos” (como decía Debord), esto es, la “vida mineralizada”, está
garantizada por el status quo; la otra (la vida consciente, la única posible),
no.
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