Publicado
en El Estado Mental. Abril 2016
¿Por qué
en la vida arriesgamos poco o tan poco? Porque otros lo hacen por nosotros y en
el juego de espejos del acto escópico, el triunfo de los otros es también
nuestro triunfo, aunque su fracaso casi nunca es el nuestro. Estoy hablando de
los talent shows, este género
televisivo que hace de las cortinas o las compuertas un momento de revelación
epifánica, que nos entretiene desde el aplausómetro. Los talent shows son congénitos a la propia historia de la televisión,
ya lo dijo Toni Cruz, presidente de Gestmusic Endemol, cuando usó una carta de
Tony Stern de Fremantle Media para defenderse de la acusación de plagio por
parte de la productora Grundy y Cuatro (antes que en 2010 se fusionara con
Telecinco) que habían comprado los derechos de Got Talent para estrenarlo en la misma época y que se concretó en
el fallido Tienes talento (2008)
mientras Telecinco, con producción de Endemol, lanzaba Tú sí que vales (2008-2013). En la carta decía Stern que “los programas cazatalentos a partir de un
casting de artistas constituyen un género de televisión universalmente usado
desde los inicios del medio”. Y razón no le faltaba, los talent show son el eterno retorno del
mismo espectáculo televisivo, el déjà vu de la sobremesa nocturna, reconfirman
nuestras perezosas y redundantes expectativas. En Arthur Godfrey’s Talent Scouts (CBS, 1946-58) un vúmetro marcaba la
intensidad de los aplausos del público que determinaban el ganador o ganadora.
Por el programa pasaron los, entonces anónimos, Pat Boone (especialista en
participar en estos programas hasta que tuvo el suyo propio), Tony Bennett,
Patsy Cline o The Diamonds. Pero los directores de casting no siempre atinaban,
dejando fuera del escenario los tupés de chicos de provincias como Buddy Holly
o Elvis Presley. Muchos de aquellos programas, como el Ted Mack’s Original Amateur Hour (1948-1970) provenían de sus
formatos radiofónicos y son los precedentes de toda la saga de ídolos del pop y
sus productos siameses. Lo que tenían en común es que usaban personajes
amateurs o prácticamente desconocidos, los ponían al servicio de la audiencia,
se servían del talento musical como hilo conductor y del entretenimiento como
modo de ser. Se afianzaba así, también, toda una escena musical anglosajona
basada en el country, la música vocal, el blues y el rock and roll que llegaría
a todo en mundo y hasta nuestra época.
La renovación del género televisivo eclosionó
de los genes españoles de Gestmusic con la primera temporada de Operación Triufo (2001) que se emitió en
TVE en prime time llegando a un share delirante del 73% de audiencia,
más de quince millones de espectadores. Inaguraron un modelo de
formato-franquicia, exportándolo a más de cincuenta países y pautando las
futuras reglas del género: formato exportable, concurso con eliminatorias, trainings y coachings, cuenta atrás con gala final como expectativa colectiva,
jurados profesionales sádicos con dotes de emperadores greco-romanos o
maniquíes y la súmamente orquestrada narrativa que puede captivar tanto al rico
como al mendigo: el sueño de que haya nacido una estrella del barro de la vida
con su esfuerzo y méritos propios que el capitalismo protestante anglosajón tan
bien ha sabido vender. Pero, no sólo el talento encumbraba la estrella, también
la piedad de los imprescindibles espectadores y la propia televisión como
autoridad última. A partir de entonces, cada vez que la televisión pública ha
querido hacer un talent show no ha
pasado de una temporada piloto y se ha arruinado, nos ha arruinado. Es el caso
de ¡Quiero bailar! (2008, Endemol,
TVE) o Insuperables (2015, Endemol,
TVE).
A OT
le siguió Popstars (2001, Nueva
Zelanda) que inspiró la saga Idols (2001,
Inglaterra, Fremantle Media), Protagonistas
de la música (2003, Chile), La
academia (2002, Méjico), Factor X
(2005) o The Voice (2010, Talpa Media
Group, Holanda). Otro pequeño viraje estaba por llegar, Got Talent (2007, Inglaterra, Syco TV, ITV) cambió el espectáculo
musical por el talento en las artes escénicas, congregando actuaciones muy
diversas y potenciando el espectáculo de variedades que a veces rozaba el freak show. Esta es también la lógica de
su adaptación española más reciente: Got
Talent (2016, Telecinco). En el
programa una chica canta ópera para
conseguir dinero para que operen a su madre, que va en silla de ruedas y sale
al final de su actuación a abrazarla; una pareja se monta en un trapecio, otro
chico hace danza aérea, todo el público sufre por la posible caída de ambos
concursantes, como si no supieran que la muerte no entra en el guión; una niña
con un físico un tanto peculiar consigue montar un cubo de Rubik con los ojos
vendados, un coro de sesenta niños interpreta una canción para sordos, un
hombre en el paro hace monólogos de humor con la máxima seriedad, una compañía
de teatro de pueblo interpreta danza japonesa, padres y madres cantan hip-hop;
las posibilidades son infinitas y no se agotan en la feria de excéntricas vanidades
que es la televisión. Estos programas aprovechan para vampirizar la vida: La
Vanguardia publica que dos bailarines salen del armario en Got Talent Italia, proclamando en directo su amor ante el
sacerdocio del audímetro, tal como hizo una pareja en el primer programa de Masterchef 2016. Los encargados de dar
vida a la franquicia española son el jurado formado por Jorge Javier Vázquez,
anfitrión a tiempo completo de Mediaset, Edurne, Eva Hache, el clásico Jesús
Vázquez y Santi Millán, que ha cambiado su rol de humorista por el de seductor.
Los 250 aspirantes optan a un premio de 25.000 euros, migajas para Mediaset.
Cada protagonista, antes de la actuación, cuenta su emocionante historia,
activando en engranaje humanitarista y sibilino de la tele-terapia. El ritual
televisivo nos invita a la conmoción y a la histéresis colectiva, esto es, al
hecho que la audiencia no podrá despegarse de ese modo de sentir, tan bien
construido por la retórica del programa, aunque pase una semana entre show y show. La ausencia de estímulo no modifica las propiedades sensibles
del espectador. Es el canto de las sirenas que embelesaba a los marineros de La Odisea, es el éxtasis inducido para
olvidarse de lo real, es la falsa comunidad hermanada por un sentimiento común
de empatía hacia aquellos cuya vida está lacerada pero cuyo destino los ha
dotado de un talento sobrenatural, como héroes mitológicos actualizados.
Antígona,
precisamente, se enfrenta a la ley de Creonte con toda su voz y con todo su
cuerpo. Sólo desde este compromiso ético-material es posible articular nuestro
marco social. Y el problema es que los talentosos candidatos hipostasian el
espectáculo televisivo, cediendo su propia voz y su propio cuerpo en pro de la
voz y del cuerpo hecho espectáculo. Su voz, cuanto más brilla bajo los focos
ciegos del plató, más enmudece en sus espacios domésticos y personales. Tal
como enmudece la voluntad de la protagonista del segundo capítulo de Black Mirror (“Fifteen Million Merrits”)
cuando le dan de beber una sustancia llamada “cuppliance” (‘copa de la conformidad’) y el jurado del talent show le invita a que deje de
aspirar a ser una cantante y pase a ser una estrella de un canal
erótico-pornográfico. Algo de pornográfico hay en esa niña que canta como los
ángeles para que puedan operar a su madre; de hecho, ahora ya están en las
finales y todos los relatos que funcionaban gracias a la tragedia (del
concursante) y a la empatía (del público) han sido eliminados. En estas últimas
fases el público ha cambiado la compasión por la competición y se agarra al más
preparado Aquiles, porque la victoria del héroe también será la suya. Pero si
pierde, no será su fracaso, porque al final sólo es un concurso, y los que han
llegado a la meta, será por algo, han sobrevivido, y con esto basta e incluso
formarán parte del disco recopilatorio final. De todo lo que habrá apostado
emocional y escópicamente la audiencia no se desechará nada, tendrá su
recompensa a manos de las productoras y las televisiones que, poco después, le
ofrecerán otro programa hiperventilado exactamente igual, para que siga
apostando. Mientras espera, el espectador mirará las noticias, verá los
refugiados en Lesbos y esperará que alguno de ellos llegue a la gran final que
tiene como premio la entrada a Europa; si son deportados, tampoco pasará nada,
como en el reality, su fracaso no
será el nuestro. Y cambiaremos a otro canal donde nuestros aplausos sean
apreciados, donde nos hagan sentir útiles, necesarios, donde nos digan que
nosotros y nuestro comportamiento hipnótico son imprescindibles para que nazca
una estrella.
2 comentarios:
No te olvides del pionero de estos shows en la España moderna: El Semaforo.
sip, tienes razón!
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